Ahora dudo si ella estaba temblando al final o al comienzo de estas cuatro inolvidables horas. La recuerdo protegiéndose de la lluvia, y en el fondo, de cualquiera que pudiera hacerle daño. Y es que su apariencia de muñeca de la boca de fresa no le impedia fabricar sus propias leyes, claro, para que cualquiera supiera quebrántarselas.
Se dejó besar queriéndolo, y al final tampoco le importó que aquí no fuera a aprender más frances que de costumbre. Se metió en su cama cuando eran la una; a las y media le contó que se iba a casar y a las dos salió rumbo al sur, de donde espera él, que ya haya llegado. A las dos y treinta se fue al pacífico y a las tres se quitó la blusa. A las tres y treinta ya era demasiado tarde: se había enamorado de su locura.
Nunca fueron las cuatro; faltando veinte le cantó su vallenato. Un cuarto menos para las cuatro pidió una tercera vez, y solo, solo faltando cinco lo eliminó para siempre de su vida.
La culpa seguro es también de él, que le permitió besarlo de vez en cuando.
Nunca se tomaron un café. Y lo más preocupante nunca nadie supo, ni sabrá, que pasó entre las 12 y las 0. Podría volver si quisiera y llegar si la invitaran. Es posible que le mande una foto congelada.
A las 3:59 salió a tomar el metro rojo hacia su realidad y aunque quiso disimularlo bajo sus prendas intimas y femeninas, estaba temblando de ira, de locura, y de desesperación, le pregunto tres veces si se iba, y él nunca supo como responderle, quedo callado contemplando sus manos bellas de porcelana que temblaban en el aire y se quebraban en pedacitos. Fue el minuto final.
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