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jueves, 21 de abril de 2011

Buenos Aires es un puerto en la vereda

Esa noche de un año que no recuerdo había llovido en horas de la tarde dejando al calor del verano aplastado por los afanes cotidianos de muchos, y en especial de ella, de encontrar un techo en el cual refugiarse antes de la función de las 6.
Sabía como guardar silencio, sabia tragarse sus cosas y decía también de vez en
cuando que no sabía nada mientras dos huesitos rosados y sensuales se dibujaban en su sonrisa inocente de un día de modo triste.
A eso de las 10 se sentaron en el bar de la esquina: el Banderín y hablaron de las edades del tiempo y de las películas que jamás vieron: las de sus corazones.
Adentro el ambiente era pesado, los pibes tomaban cerveza mientras hablaban de las minas del trabajo que no tenían y al fondo en la barra, el dueño jamás le prestaba atención a la bar tender, pues estaba convencido que no hacía parte de su tiempo. En cambio su bar, su bar si era de su tiempo, de su river y  y sus camisetas; era un bar notable.
Le gustaba frotar sus nudillos contra los de él, por segundos mágicos, los suficientes para no poder perpetuar el recuerdo de un momento bonito en la memoria de aquel lugar indescifrable.  Mientras tanto, él solo le hacía preguntas generales que no tenían respuestas específicas.
Me contaron muchos años después que esa noche un vendedor paso por su mesa y les dejó algunas poesías y una postal de un viejo barco engallado en el puerto olvidado y del que se leía en su placa color negro, escrito con letras hechas en tiza : "Buenos Aires".  Nunca se supo si el vendedor recogió estos objetos, pero cuenta la leyenda que muchos años después en una situación muy parecida, existió un joven pretendiente  que quiso comprarle una postal a su bonita amada, mayor que él, una postal que había encontrado en su mesa, con la imagen de un viejo barco de colores en su frente, y en su contratara una frase que decía:  "Buenos Aires es un puerto en la vereda.";  el joven pretendiente nunca vió al vendedor y no pudo comprar a su amada la foto de ese instante:  para siempre se quedó con el miedo profundo y las ganas tristes de decirle, mientras le acariciaba el cabello que olía a semillas y frutos secos, que para él, ella era el mejor y el más bonito puerto donde podría encallar su corazón.

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