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domingo, 12 de febrero de 2012

Perderse.


Entonces se sentó en el obelisco, sola con sus maletas, sin su negro pero con su dolor. Sin saber por qué.  El pasó sin verla, ella sin sentirlo.  Tampoco se vieron cuando llegaron, cuando partieron, ni cuando no se encontraron en ese viaje maravilla a las cascadas de la alegría brasilera. Sú único motivo fue cruzarse de vez en cuando, desandar los pasos del otro con la certeza única de que en algún punto se unirían.

Ese único día en que empezó éste cuento mágico él quiso pedirle un autógrafo, que tatuara en su piel las seis letras de dama mientras el se perdía en su miopía, en su mirada, en su locura, en su afán, en su show.  No fue ni lo uno ni lo otro, en eso consiste la magia.  Encontrarse se trata de eso, de saberse perder.

Desde entonces ella sabe perderse, a veces le tocó a los golpes, a veces a las sonrisas, siempre supo hacerlo, tanto que sigue por ahí, cantando en la ducha y bailando en los buses rojos. De él solo se sabe que se dedicó a caminar, a preguntarse dónde estaba realmente mientras se aprendía las calles de memoria, y los sabores sin sabores tropicales se los pasaba con el alcohol de las heridas.  En su camino y en su destino solo ve una espalda, un back de vuelta, un castillo por construir y un cuarto con fondo azul celeste que diga: Buenos Aires.

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