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jueves, 22 de marzo de 2012

A rodar la vida

Cuando decidieron rodar barranca abajo por aquella olvidada calle del bajo Belgrano andaban en esa bici playera comprada con los restos del verano pasado, con los esfuerzos de tanto bochorno juntos.  Él la llevaba en el marco de la bicicleta cual historia de la primavera colorida en una campiña francesa, donde, como acontecimiento extraño cada agosto se daban piñas dulces y jugosas, de esas del trópico. Mientras tanto, ella se dejaba desordenar el cabello al vaivén de las músicas de moda de otra generación perdida. Cantaban juntos sin importar la letra ni la distancia, incluso las diez cuadras que rodaron, nunca fueron suficientes para poder terminar el coro de la novena canción infinita.  Ese era su especie de Strawberry fields forever donde se cultivaba frutilla y se soñaba en technicolor; era el picnic con la baguette no francesa en plena Costanera, junto al rio de color plata, junto al lodo y del todo. Era el viento de aquella sabana, no sábana, mojada en el valle de la luna.


9000 vueltas dio la bici, rodaron justo hasta la carrilera del tren y se salvaron por 10 segundos mágicos de ser arrollados por la locomotora de la vida oportuna y tal vez soñada.
A ella la encontraron contando las estrellas en orden descendente nombrándolas con apellidos y fecha de nacimiento una por una, con la mirada perdida y sin más prenda que sus cucos color fucsia traídos del exterior, directamente de la última colección de los secretos de una tal Victoria.  A él lo encontraron enredado en cada palabra que no pronunció, envidiando a los dinosaurios que se extinguieron y renegando de los que se convirtieron en discjockeys. Estaba hecho puro recuerdo roto, intentando dilucidar el segundo casual del tiempo incontable de los relojes de arena del desierto, en el cual le dijo a ella, que ya eran las horas, de una vez por todas, de echarse a rodar la vida.

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