Buscar este blog

domingo, 25 de noviembre de 2012

La historia infame de un amor confuso.

Muy a las dos de cada tarde se sentaba a saltar por entre las páginas de su libro favorito.  Ese mismo que le habían regalado en la última navidad de aquel mundo ahora extinto y solo presente en las láminas amarillentas de albumes de cinco pesos que nadie pretendía ni quería ya llenar.
Se tiraba en el piso, afuera, en la calle, se hacía acompañar de una cocacola y sin pensarlo demasiado daba saltos entre sus páginas favoritas, marcadas, cada una, con precisión milimétrica, con post-it de colores fluorescentes y con un orden que ella solo entendía.  Un orden, que si alguien, algún día, pudiera descifrarlo, le indicaría el camino perfecto para llegar a aquella página trescientos, guardada celosamente, en un cofre enterrado en las arenas movedizas de aquella playa azul, donde también por efectos de la tormenta, dejó tirado su corazón manchado y partido en tres.
Empezaba en silencio, de post-it en post-it, hablando con los personajes y diciéndoles que esa no era el orden de la historia, les decía en secreto al oído cual era su destino, y modificaba a su antojo los sets fantásticos construídos con cartones de ese pueblo caribe olvidado ya por todos.  Los hacía perderse sin explicación alguna. Los dejaba en vilo hasta el borde del capítulo y para colmo de males, les decía que ella, que ella jamás habría sido capaz, en su triste vida, de imaginar aquella historia infame de un amor confuso.
Fue para ese entonces que se olvidó del clavicordio dorado y se dedicó a seguir a cualquier hippie que pasara por el frente de su casa, le silbaba hasta desconcentrarlo por completo y hacerlo caer por el vacío infinito que producía ver sus largas piernas blancas, cual dunas de un desierto por donde vagaban sin afán todos esos personajes que ella, sin misericordía, había sacado de aquel libro, solo para satisfacer su deseo juvenil de viajar en el tiempo, de traspasar paredes y sobre todo, de no volver a querer a nadie que no supiera saltar como ella nunca más.
Yo la espiaba desde el balcón colonial que quedaba en frente, y del cual ella nunca se percató, pues tenía prohibido mirar hacia los buenos aires.  La veía jugar con sus delgadas manos, cual titiritera frustrada casi hasta las cinco, la misma hora en el que el sol caía sin excusa verdadera, y yo sin saberlo hasta mucho tiempo después, entendiera que la clave de esa página trescientos, no estaba ni en sus manos, ni en sus piernas, ni en el orden de los post-it, ni mucho menos en sus ojos color miel de abejas, sino en ese reloj dorado, que ella cambiaba a su antojo y sin que nadie lo notará, marcando la fecha correcta, el segundo preciso, en que el próximo candidato a desenamorarse saltara por el lomo del libro con dirección al hueco aquel dejado por su corazón, y al que solo se entraba por el escote recatado de esa camisa de fuerza que solía usar desde los tiempos inmemorables en que se dedicó a comer la tierra de las paredes.

No hay comentarios. :

Publicar un comentario