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domingo, 18 de noviembre de 2012

Tu, por, siento.

Empieza por el final. Déjate ir.
Lánzale dardos al círculo rojo del olvido.
Cántale a grito herido al oído a quien ya no está.
Viaja en un tren infinito, aunque no haya tren ni infinito.
Regresa para contarlo. Cuéntalo para regresar.
No marques las cartas.  No vuelvas a empezar.
No te preocupes por el acuse de recibo de las noches perdidas.
¿Sabes? Tu enredo, tu cabello,  tu por ciento, tu nunca, tu taxi.
Veámonos en el mar.

El papel, ya amarillento, guardado en una botella que bajaba sin prisa por el rio de piedras blancas no tenía autor ni destinatario. Tampoco fecha.  Pero si el aliento guardado de miles de suspiros resplandecientes de un verano insoportable: las pistas necesarias para seguir el rastro rio arriba, montaña abajo de un lugar perdido en el tiempo. Un lugar, que cuentan las leyendas era un mar maravilloso, translúcido y refrescante. Un mar al que dicen, solo se podría entrar por aquellos ojos miel de la muchacha que solía salir a la esquina del parque a esperar un mensaje de la tierra del nunca jamás.
La letra era clara y fuerte,  suficiente para sentir en sus trazos los afanes del último minuto en que fue escrita.   Al verla me hizo recordar a aquel chico que una noche cualquiera le escribió en su remera la carta de amor más bonita a aquel perdido primer amor.   Al igual que aquella, la nota, dejaba en evidencia un laberinto planeado, unas conexiones absurdas y unos detalles pensados con la mayor dedicación posible.  No, no era una nota cualquiera.  Era la posibilidad infinita de cerrar dos historias no paralelas ni perpendiculares, pero si complejas.  Era no detener la música.
Ahora recuerdo ese día, mi sensación  de sorpresa al ver la botella en el rio pidiendo auxilio, y las ondas haciendo eco de la magnífica casualidad aguamarina de por fin terminar el transporte de esa ilusión a través del tiempo denso de los días en que no pasa nada...


De ese instante, en el que pensaba que hacer con aquella nota de desamor, ahora solo recuerdo cuando vino a mi, no dijo nada, y simplemente se sentó de espaldas a mis rodillas y se dejó acariciar su cabello juvenil.  Su gesto, su libertad, su "no se" fueron suficientes para cortar aquella historia a la mitad, y dejarla abandonada en el diccionario que nunca aprendió en la hoja que marcaba las palabras raras que empezaban con la letra K. Desde entonces deseo de a poquitos que nadie se devuelva a mitad de camino de sus sueños más profundos.
Desde entonces, creo, que el mar es un buen lugar para encontrarse.


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