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domingo, 28 de septiembre de 2014

Desespero.

Venía por corrientes, doblaba y bajaba cada tarde por Florida.
Quería perderse en cada anticuario lujoso, en cada venta de ropa lujosa de cueros argentinos.
Nunca supo como llegó allá, y tampoco sabe aún como se irá de allí.
Era feliz en su casa, durmiendo la siesta, acomodando las copias, perdiéndose entre textos poderosos y desconocidos de autores locos de tiempos inmemoriables.
El, la visitaba cada cincuenta y cuatro horas, sin minutos más ni minutos menos.
Le recordaba la hora del almuerzo, las noticias de las doce y el olor del mar caribe olvidado.
Se amaban sin pensarlo, sin rencores, sin excusas simples de kilómetros perdidos.
La cama grande, el living, el placard, la concha del pato, la lingerie muy roja. Los adidas y los converse. El día a día en el Día.
El conserje, el París que nunca encontraron, los buenos aires bajo el aire acondicionado repodrido.
Muy a las cinco él tomaba el tren rojo con rumbo al nortecito, a las clases inventadas, al rio de las desapariciones, mientras ella, con pensamientos atravesados ahogaba sus penas en facturas de grasa, en almohadas de pluma exquísitas, y en cualquier suspiro que se hubiera quedado flotando en la habitación del amor.
De noche bajaba hasta Puerto Madero, con miedo de la noche y de cada uno de los fantasmas piratas que rondaban por Reconquista. Cuando llegaba al depto, muy a las ocho se mataba, se ahorcaba con el cable del teléfono entre la pampa y la meseta, mientras se acordaba de su profesor favorito y deliraba frases sin sentido del Borges de microcentro.
Resucitaba cada mañana con la llamada esperada, con la fruta finamente picada y con la sensación infinita de desvanecerse en besos desesperados de tardes esperadas.

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