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domingo, 7 de septiembre de 2014

Perdido en Budapest

Era Kali y el infierno de las dos y treinta.  Era la soledad de la recta, la lejanía del sol, el ruido de la música.  Era el frio perdido en alguna montaña del gran Santander.  Era México para comerse.   Era cada una de esas frases que unen a los Buenos Aires con estos otros aires.  Era la luna podrida. La frontera, el desayuno, la ducha, el taxi. El bullicio y las tutecas.  La transparencia insospechada, la mañana aquella, la tele cuadrada y aquel viejo hotel perdido en la neblina infinita del madrugar cotidiano.  La catorce y catorce formas de quererte. La doce y doce formas de perderse. La calle real. El pasado, las injusticias, las villas.   La quinta, le sexta y la salsa.  Los disparos, el túnel, el sancocho, el pescado y el pacífico. Ella tirada en la cama de la última habitación del último piso, en el último rincón, con su lencería negra y fina, con sus letras a la espalda, tirada en la cama exquisita, en la realidad incontrolable, con los ojos cerrados, las rodillas peladas y el corazón vuelto pedacitos. Soñaba paraísos artificiales, lagos en el cielo, cantaba la música lígera, veía irse al genio en stereo. De costanera a Belgrano, caminando por calles vacías. Perderse en el barrio chino, comer sushi, irse en un tren, terminar en Katmandú.   La verdad es que nunca la vieron en aquella habitación, nunca abrieron la puerta, nunca le tocaron para llevarle el desayuno a la cama, pero siempre desde lejos se veía la luz roja prendida hasta altas horas de la madrugada.  Un poquito de incienso, aromas naturales, mucho cuidado y mucho cabello enredado. Las llaves, Pinocho y la fantasía. Los cuentos que se cuentan solos, las princesas que mueren de amor. Help!  Los Beatles detrás de los Beatles, las cosas que nunca quiso ver. Los vecinos. Drexler, la cueva en la luna.  El tren y los aviones. La semana santa. Los cafres. Su manía de funcionar con modos. El cine mudo. La sierra nevada. Las nubes y los aviones. La ingratitud, la indeferencia, los hombres G. Ni acompañada, ni sola. Segura en esa habitación de espejos y laberintos de Borges.  París, la maga y Cortazar. Plaza Cortazar. Subir, conocer una francesa, pararse en una esquina, entrar al bar, olvidar la clase, hablar incoherencias. Los esmaltes, el spa, la depilación, los signos, el rito, el corazón delator y esos enormes ojos de Batman que todo se comían con esa mirada que enloquecía a cualquiera. La enloqueció a ella, pensando en su principe azul descolorido, inventando frases para no creer y comiendo papaya muy de mañana. Era el cambio de tu piel y esta necesidad absurda de ser un amor en vano, un terco peliador de medianoche. Ven a visitarme en los tiempos de guerra. Y trae una de esas madrugadas tuyas, un abrazo de esos rojos y unas ganas de esos labios partidos. Pasa que yo también me pierdo en Budapest.

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