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domingo, 19 de octubre de 2014

El día que estalló el sol.

La misma espalda de antes, cinco años después, con letras tatuadas, con rodillas a cuestas.
La misma chica de los 16, el bar vacío, la mesa callada, las fotos sonrientes.
El chico de los 90, la película que no hizo, el baño imposible, las cataratas congeladas.
La ruta por la pampa argentina, el vino, el deshacer, el corazón en el Rosario.
Juntos sin razón, la música detenida, la cámara que se detiene, frente a frente.
El bar en Constitución. Le grita con los ojos. Lo pellizca. La sal no sala pensaba cada mañana.
Plano cerrado, uñas amarillas, se recuesta al hombro, la acaricia. No la entiende.
Suena la canción, presten atención. Los amigos voltean, la tensión, la ciudad de la furia.
Tres días atrás estaba en su mecedora tejiendo su mortaja, esperando su muerte, la muerte, el silencio, el cólera que se desató justamente tres días después.
La ventana abierta, la luz del verano, el aire frío. Caballito. Se hablaban de edificio a edificio sin mirarse, las palabras flotaban y se estrellaban en cada verdulería, en la pizza de 10, en el gimnasio de las 10, en el café de La Plata, en la tienda de al frente. Pintadas por bírome.
Cinco días atrás estaba tirada en el tercer piso del edificio contrario, en el 241. Había maní.
Revisaban juntos la lectura de la clase moderna, planeaban la bomba estéreo.
¿Le puedo subir? - Preguntó.
El nunca entendió la pregunta.  Pero esa noche, entre el funk y el soul, entre calaveras y diablillos, entre el reggae y la semana santa, la invitó a un pueblito que disvariaba entre el auxilio del mensaje de la madrugada y el bolso de donde sacó el caramelo con el que lo envenenó.
El mismo bar, años después de este post, yo escribiendo la primera parte de esta historia.
Pasar la tranca, el calefón, el locutorio, el hospital naval, el centenario. El rock n roll de los idiotas.
Los cafres y la cámara que vuelve y los enfoca. Un aula, de clases.
- Te ruego que respires todavía. Le escribe en un papel mientras en el cañón muestran un partido de fútbol, como si no bastará con la ciudad misma.
Siete días atrás estaban en la misma ciudad, en su borde. Son imágenes borrosas. Huelen feo como el rio en ese sector. Avellaneda, ocho de la mañana. El otro chico le hace un gesto obsceno a la cámara.
La luna brilla en el horizonte. Es la noche más larga del año. Es primavera carajo!
- Sueltame!  La cámara autoenfoca. Un proyector los señala, ellos voltean y se ríen, es la bomba de un tiempo pasado mejor.
La chica es detenida años después en un hotel en Cartagena por un grupo de extranjeros que la secuestran creyendo que es el único personaje real existente después de cien años de soledad.
Al novio hippie lo encuentran ahorcado y enredado en los cables de Entel mientras hace de discjockey redentor y salvador de aquella que no se fue al cielo. También le encuentran un tweet atragantado en la boca.
El, muere de soledad esperando el último tren.
La última escena es cuando ella se va. Hay un abrazo antes, afuera del bar. No se ven los rostros, que son ocultados hábilmente por el director bajo un paraguas multicolor para protegerlos de una llovizna densa y una neblina sorprendente.
Macondo se desarmó entonces en miles de partículas infinitas, se enrarecieron los Buenos Aires, desapareció Rio, estalló el Sol.
Al final, no hay créditos.

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