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domingo, 26 de octubre de 2014

Nada ahora existe.

Hubo un tiempo en el que los reloj no andaban.
Hubo un día en que no extrañé.
Hubo un instante en el que enloquecí.
También recuerdo colores, balones, rayones.
Rayarme, así fuera los tenis. Trazar círculos, cavar laberintos, contar hormigas.
El día que Amaranta subió al cielo cual Remedios la Bella todas las cadenas de televisión lo transmitieron en directo. En el pequeño pueblo inexistente en el mapa fue una orden del gobierno tener un aparato del demonio y tomarse una selfie en el instante preciso.
Nadie vio esas fotos, todo estalló. Nadie lo recuerda, nadie lo cuenta.
Había un parque, con dos caminos que se cruzaban en cruz. Con Angela de esquina a esquina,
con Gloria en sentido contrario, con Paola subiendo, con Oscar bajando, con Gabriel jodiendo,  con Andrea en la esquina, con un círculo en la mitad, conmigo bien perdido.
Había una banca.
Había una casa con farol y silla de esperar el tren. La 20-70.
Con escalera en espiral. Tomar Don Bosco, bajarse por la Quebrada Seca, pasar por la Leones, subir por la Biblioteca, color verde inolvidable.
Comprarle flores en Mercadefam.
La casa de la autopista, marrón aburrimiento.
Jugar batalla naval en una noche inventada.
Bailar Ballet en la luna, en el Luna, en La Boca.
Había un parque de diversiones con tacitas de té, carros chocones y sombrillas voladoras.
Con mosaicos en el piso, con la rueda triple, con el tren fantástico.
Con el lago y sus bicicletas.
Yo nunca fui a Disneylandia pero creí conocer a Blancanieves en la tele.
La tele era a blanco y negro. Ahí escuché a García.
He abierto la ventana tres veces, el calor después de la lluvia es insoportable.
Nada de lo anterior ahora existe.

- No te bancaste!
Le gritó el amante que había conocido la noche anterior, cuando ella decidió tirarse a la carrilera del tren. Ni siquiera sus tacones fueron un impedimento, ni siquiera los buenos aires, ni el rio, ni la santa, ni la María, ni la Catalina.
Se miró en el espejo por última vez, no sin antes preguntarle si era la más bella. El espejo fue la única vez que no le contestó. Miró al futuro.  Cuando vio esa luz se quitó la reputación; también la pijama de seda lila. Desnuda, sola con sus tacones, su mejor compañía, recorrió el tren en sentido contrario a su dirección.  Se paró al lado de la puerta de aquel tranvía de 1900, accionó el seguro oxidado, lo hizo frenar en seco, le sacó la lengua y saltó.
Cuentan que los pasajeros salieron despavoridos por las ventanas, que se perdieron muchos corazones, que los panes franceses de la cena quedaron tirados después de aquella frenada épica y que él, quedó en el mismo lugar, sentado y con la mirada perdida, con sus converse azul rayados con frases estúpidas, con su miopía no descubierta, con sus ganas infinitas. Como congelado en la escena.
Ahí en esa misma banca del tren, o de aquella casa de la avenida, escribió esta historia sin final.
El cuerpo de ella, dicen, deambula en la línea A. Que cada noche recorre cada una de las estaciones, esperando encontrarlo en alguna estación vendiendo rosas.
Nunca encontraron ningún rastro de las pertenencias de ella. Ni de su reputación en el tren, ni de los tacones en la carrilera.
Los 303 pasajeros fueron interrogados, y a excepción del frenazo intempestivo no recordaron nada.
En el reporte quedó escrito: "No hay evidencias suficientes, nada ahora existe."


domingo, 19 de octubre de 2014

El día que estalló el sol.

La misma espalda de antes, cinco años después, con letras tatuadas, con rodillas a cuestas.
La misma chica de los 16, el bar vacío, la mesa callada, las fotos sonrientes.
El chico de los 90, la película que no hizo, el baño imposible, las cataratas congeladas.
La ruta por la pampa argentina, el vino, el deshacer, el corazón en el Rosario.
Juntos sin razón, la música detenida, la cámara que se detiene, frente a frente.
El bar en Constitución. Le grita con los ojos. Lo pellizca. La sal no sala pensaba cada mañana.
Plano cerrado, uñas amarillas, se recuesta al hombro, la acaricia. No la entiende.
Suena la canción, presten atención. Los amigos voltean, la tensión, la ciudad de la furia.
Tres días atrás estaba en su mecedora tejiendo su mortaja, esperando su muerte, la muerte, el silencio, el cólera que se desató justamente tres días después.
La ventana abierta, la luz del verano, el aire frío. Caballito. Se hablaban de edificio a edificio sin mirarse, las palabras flotaban y se estrellaban en cada verdulería, en la pizza de 10, en el gimnasio de las 10, en el café de La Plata, en la tienda de al frente. Pintadas por bírome.
Cinco días atrás estaba tirada en el tercer piso del edificio contrario, en el 241. Había maní.
Revisaban juntos la lectura de la clase moderna, planeaban la bomba estéreo.
¿Le puedo subir? - Preguntó.
El nunca entendió la pregunta.  Pero esa noche, entre el funk y el soul, entre calaveras y diablillos, entre el reggae y la semana santa, la invitó a un pueblito que disvariaba entre el auxilio del mensaje de la madrugada y el bolso de donde sacó el caramelo con el que lo envenenó.
El mismo bar, años después de este post, yo escribiendo la primera parte de esta historia.
Pasar la tranca, el calefón, el locutorio, el hospital naval, el centenario. El rock n roll de los idiotas.
Los cafres y la cámara que vuelve y los enfoca. Un aula, de clases.
- Te ruego que respires todavía. Le escribe en un papel mientras en el cañón muestran un partido de fútbol, como si no bastará con la ciudad misma.
Siete días atrás estaban en la misma ciudad, en su borde. Son imágenes borrosas. Huelen feo como el rio en ese sector. Avellaneda, ocho de la mañana. El otro chico le hace un gesto obsceno a la cámara.
La luna brilla en el horizonte. Es la noche más larga del año. Es primavera carajo!
- Sueltame!  La cámara autoenfoca. Un proyector los señala, ellos voltean y se ríen, es la bomba de un tiempo pasado mejor.
La chica es detenida años después en un hotel en Cartagena por un grupo de extranjeros que la secuestran creyendo que es el único personaje real existente después de cien años de soledad.
Al novio hippie lo encuentran ahorcado y enredado en los cables de Entel mientras hace de discjockey redentor y salvador de aquella que no se fue al cielo. También le encuentran un tweet atragantado en la boca.
El, muere de soledad esperando el último tren.
La última escena es cuando ella se va. Hay un abrazo antes, afuera del bar. No se ven los rostros, que son ocultados hábilmente por el director bajo un paraguas multicolor para protegerlos de una llovizna densa y una neblina sorprendente.
Macondo se desarmó entonces en miles de partículas infinitas, se enrarecieron los Buenos Aires, desapareció Rio, estalló el Sol.
Al final, no hay créditos.

viernes, 17 de octubre de 2014

Desarme.

No hay post a la vista.
¿Hay rumbo? ¿O jumbo?
Hay Jets, cartas y aviones.
Volveremos cuando el rumbo me derrumbe.
Nos estamos desarmando, disculpe los inconvenientes.


Mientras, pueden re-leer el resto



domingo, 12 de octubre de 2014

De a poquito.

Tenía la manía de robar cachetes.
Tenía la idea de darle la vuelta al mundo para comprobar que era la más hermosa.
Tenía el vicio de contar sus lunares en fotografías mentales imposibles.
Vestía con remeras de mensajes épicos, gafas que nunca cuadran y ganas de nada.
Ella lo volvió pedacitos, le sacó de a poquitos lo bueno y le dejo el corazón lleno de huequitos simples.
La perdió por Constitución. La amo en Caballito. Se amaron en Palermo.
Cuentan que se perdió en las calesitas de colores, que volvió a ser niño, a decir lo que nunca dijo.
Que se volvió loco en el Tigre, que se olvidó de los demás y mando río arriba los recuerdos bonitos de aquellos amores baratos que terminaron engañándolo con sus mejores amigos.
Ahora lo ven por las noches, en esa ciudad de niebla, de fantasmas, de furia
cantando un tango cualquiera, preguntando por ella, por sus destinos fatales.
Va pintando por ahí arbolitos mágicos sin flores, con la esperanza de que florezcan en primavera y el pueda volver a pasar por esa misma esquina, por esa misma plaza, a llenarlos de colores, de vidas y de pequeños extraterrestres.
Nadie lo reconoce, nadie lo entiende y en el fondo nadie lo sigue. Saben de antemano que sobrepasa
paredes, que flota en el río y que con cualquier aguacero queda como una estatua, sonriendo, de ver el agua bajar.
Lo último que hizo en aquella ciudad inventada fue sacarle la lengua en Puerto Madero.
Algún día volverá a aquel bar, a aquel puerto de su desilución, a buscar a la misma chica, a la que nunca le dijo que no, a aquel tren destartalado del olvido.
Mientras tanto, cuentan que escribe frases en servilletas viejas en idiomas desconocidos en la ciudad bobita. Toma tinto a las dos, pandeyuca a las cinco, y envía postales sin destino a ver si le sonrien por porcentajes y de a poquito.

domingo, 5 de octubre de 2014

La noche del lunar.

- Dame posada esta noche en la capital.
Le dijo ella por teléfono, él poco preguntó, tampoco lo entendió y a la fecha tampoco sabe porqué ella llego hasta allí y por qué lo buscó a él.
La esperó en la estación del norte bajo un frío que congelaba corazones y una lluvia ácida que perforaba los recuerdos más profundos de aquel amor universitario.  No la había visto en años, no lo haría tampoco en muchos años después.  En el fondo, así fue siempre, una conexión perfecta de dos cosas que estaban muy lejos.
Un bus, dos buses, tres buses, cuarenta buses… perdió la cuenta mientras deseaba verla bajar de una de esas flotas transmunicipales que en el afán del viernes parrandero se apresuraban a dejar a sus pasajeros en la parada menos oportuna.
Cuando por fin llegó, el percibió su olor a cigarrillo inconfundible, su perfume caro, su Chocó interno, su piel frágil de cristal, sus mascaras favoritas. La reconoció a través de la lluvia, del olvido y quizás del futuro.  La abrazó sin temor, la sintió sin aliento, la besó con pasión.  Se montaron en otro bus, en uno de esos donde no hay color ni sabor ni olor, todos se anulan entre sí.
- A dónde vamos?  El, no supo explicarle, y tampoco hacía falta. Es más, pudieron quedarse en ese bus dando vueltas en círculos infinitos y tampoco habría importado.
- Confía en mi.  Le contestó él minutos después, cuando en realidad no supo para dónde iban ni como terminarían.
- Siempre lo he hecho, dijo ella, mientras se recostó en su hombro, cerró los ojos y entre calles destartaladas le contó sus desventuras en el medio de aquella selva olvidada de ese país imaginario en el que les tocó vivir.
Era un cuarto de motel, una cama grande, una luz tenue. Muchos espejos, muchas preguntas y pocas razones. Pero estaban ahí, sin dudarlo, sin pensarlo, felices de después de tanto tiempo sin verse, de estar tan solos y tan acompañados en un mismo lugar, así fuera el mismo infierno.
Tanto era su cansancio, que al final no lo pensó tanto, y cómo siempre, se adaptó a las circunstancias.  Era muy su estilo, muy sus procesos, muy sus tiempos, muy sus métodos.  Se puso su pijama de seda, sus cremas, sus noches buenas. Era también una buena ocasión para seguir matándolo de deseo.  Le pidió masajes, le dio besos, se dejó acariciar, le corrió la mano, le volteó la mirada, le contó, le mostró, lo confundió, lo miró, lo dejó sin aliento como la primera vez. 
Era la primera vez que compartían una misma cama, una noche, la luna perdida, las horas infinitas del amanecer, el cansancio acumulado, el pudor perdido, el querer aplazado. Con los segundos la noche parecía las "mil y una noches", con los minutos daban ganas de parar el reloj, con las horas venían los stops de aquellos avenidas en montes preciosos.
Fue esa vez que comprobó que su piel era de cristal, que dejaba mirar hacia dentro, que era blanca y pálida pero con todo el negro posible, que había tanta profundidad que lo mejor era no tocarla, y que si se tocaba lo mejor era hacerlo despacio, suavecito, sin luz, y ojalá en silencio.  También comprobó que sus manos eran mágicas y tan bellas como aquella maldita linda noche.
Entre los masajes, los espejos, los fantasmas, los encajes y los olores se durmieron sin darse cuenta, se besaron en sueños, y desearon amanecer ahí mismo, juntos, pero bien lejos nuevamente.  Los despertó el frío de las tres, la preocupación de las cuatro, la llamada de las cinco, la necesidad de las 6, la confesión de las 7.
- No puedo.   Le respondió ella y sus palabras retumbaron toda la noche, se estrellaron repetitivamente contra las paredes, se instalaron en los espejos, les sacaron la lengua, y al final se escaparon por la ventana cuando el sol empezó a quebrar lentamente el hielo que se había formado entre los dos, entre sus labios durante las horas anteriores.
- Tenemos que irnos en media hora. Le recordó el, mientras la veía medio dormida, con su pijama de seda desacomodada, detallando su ropa interior de lujo y que dejaba escapar sin querer los pensamientos pervertidos más equilibrados que él haya conocido.
(...)