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miércoles, 6 de febrero de 2013

Maria de los cielos.


Se fue sin dejarme responder, sin dejarme despedir. 
Se fue pensando que alguien le escribía un guión para ella. 
La tarde anterior, después de la siesta de las dos, una mujer de pelo corto, rubio y un poco desubicada en aquel pueblo de la luna, llegó hasta la puerta de su casa en una bicicleta playera, playera y porteña, muy de Costanera y le entregó un viejo sobre de manila, que atestiguaba haber sobrevivido al desbordamiento de las cataratas y a millones de años de soledad. 
El sobre, contenía las estampillas recortadas de mil cartas de amor. De aquellas cartas de amor escritas con caligrafía perfecta, y que él, por sus desilusiones absolutas nunca le envió.  También había una postal sepia de aquel puerto olvidado y donde, por encima, sonaba un triste bandoneón.  Al fondo encontró también tres fotos y un mapa.  Las fotos tenían relación con el mapa: habían sido tomadas en lugares específicos y trazaban un único camino entre ella y la casa de madera de sus sueños perdidos. Dos fotos eran de ella en otro verano re podrido. En la otra, él anunciaba un aguacero interminable, y su vuelta a la tierra del olvido.  
Ella no supo que hacer, pero entendió, sin vacilar, el camino que marcaba aquel mapa y que, capaz, le recordaba las noches maravillosas de amor en la ciudad de la furia en las que se aprendió sin querer la carta celeste. Decidió esa misma noche que seguiría aquellas indicaciones y que tal vez, el camino más corto era subir a los cielos.
Nunca llegó a aquella fiesta de bienvenida, llena de servidumbre y de laberintos de Borges.  Se fue a los cielos con las uñas horribles, con rastros del esmalte de una bella y puta dama, con el cabello despeinado, con la boca sabiendo a fernét y sin entender, como siempre, a su teléfono y a su destino de princesa de un cuento no terminado. El sobre, lo dejó como si nadie lo hubiera abierto.
A veces la recuerdo como un cuento de hadas, o como una novela de adolescentes, o como un corto de realismo mágico.  A veces creo verla en el Obelisco. 
A veces creo, que también, a las palabras, se las lleva el buen aire.

jueves, 24 de enero de 2013

Estrella


A las cinco el pueblo fue sepultado por una neblina densa y gris.
Gris de esos que parece y no son.  Fue entonces cuando de los cielos bajó una estrella, no tan amarilla, no tan dorada y un poco ácida -si alguien se hubiera atrevido a probarla-.
Había viajado tres mil años de lucecitas de navidad, sólo quería dormir y tenía un solo fin: que le cantaran al oído. Le gustaba soñar.  
Dicen que cinco minutos después desapareció. La neblina, también.
Cuentan que desde esa tarde en aquel pueblo perdido de nubes de algodón y panaderías exquisitas, muy a las cinco de la tarde, todos los hombres del pueblo salen al parque principal a cantarle al oído a la niña de sus sueños. Cuentan que es un pueblo feliz y bonito.   Cuentan también que la reina coqueta, fue una de las pocas que vio el camino que tomó la estrella, y desde entonces, loca y sola se dedica a contar con su mascara la historia, mientras encuentra el camino exacto por donde marchó aquella estrella soñadora.  Dicen, que el día cuando ella recuerde y tome rumbo por aquel camino , el pueblo desaparecerá para siempre bajo una neblina, una neblina que dicen, ya no será gris de a poquitos, sino blanca, tan blanca que pintarán un pueblo nuevo de colores bonitos y alegres encima. Un pueblo donde haya cebras por las calles y miles de estrellas por las noches. Un pueblo soñador.

domingo, 30 de diciembre de 2012

Suspiros


Suspiros entre sus piernas.
Suspiros de las medias negras.
Suspiros por las mañanas.
Suspiros los viernes.
Maria Fernanda se llama Suspiros.
Soupirer pour, supongo yo.
Como una negra linda.
Suspiros y gatas que dicen miau.
Suspiros como en una pintura renacentista.
Suspiros y minúticos.
Like hard candy.
Suspiros de negro, que se yo.



domingo, 2 de diciembre de 2012

La reina coqueta

Fue en una noche de luna roja y de halloween enredado.
Fue una mañana de un puente feriado de esos que allá no existen.
Fueron unos huequitos que comunicaban dos puntos elegantes que formaban una sonrisa perfecta.
Fue ella quien no sabía sumar pero que sabia contar con exactitud las canciones vallenatas que jamás querría volver a escuchar.
Fue en un pueblo con un obelisco de mentiras, donde cuentan, se escondía Bolivar cuando salía a jugar al parque.
Fue él, quien no sabía contar historias. Fue él, quien solo tomaba fotos de mentiras.

Cuentan entonces que ese día, que esa noche, ella, toda una reina amarilla y de uñas aguamarina, quiso salir a bailar la salsa y el bembé hasta entrada la madrugada, desafiando a toda su corte, a todas sus medidas impuestas por un castillo de fans que se derrumbaba cual castillo de naipes con sus soplos de viento olor a flores frescas de las mañanas.  Cuentan que la vieron con una máscara dorada, pasando desapercibida entre tanto tequila y entre tanto grado bajo cero.  Dicen que enviaba besos para despistar y se hacia peinar para que la despeinasen.

Reza la leyenda, que cuando uno pasa por ese viejo y olvidado puente de guada se escucha el rumor de un mar tranquilo, de unas olas que refrescan y se escucha sin querer un ajá meditabundo y sonoro en la voz de aquella reina coqueta.   Cuentan que esa noche de copas, fue la única palabra que ella supo decirle al único caballero solitario que quiso cantarle a grito herido al oído canciones de amor.

domingo, 25 de noviembre de 2012

La historia infame de un amor confuso.

Muy a las dos de cada tarde se sentaba a saltar por entre las páginas de su libro favorito.  Ese mismo que le habían regalado en la última navidad de aquel mundo ahora extinto y solo presente en las láminas amarillentas de albumes de cinco pesos que nadie pretendía ni quería ya llenar.
Se tiraba en el piso, afuera, en la calle, se hacía acompañar de una cocacola y sin pensarlo demasiado daba saltos entre sus páginas favoritas, marcadas, cada una, con precisión milimétrica, con post-it de colores fluorescentes y con un orden que ella solo entendía.  Un orden, que si alguien, algún día, pudiera descifrarlo, le indicaría el camino perfecto para llegar a aquella página trescientos, guardada celosamente, en un cofre enterrado en las arenas movedizas de aquella playa azul, donde también por efectos de la tormenta, dejó tirado su corazón manchado y partido en tres.
Empezaba en silencio, de post-it en post-it, hablando con los personajes y diciéndoles que esa no era el orden de la historia, les decía en secreto al oído cual era su destino, y modificaba a su antojo los sets fantásticos construídos con cartones de ese pueblo caribe olvidado ya por todos.  Los hacía perderse sin explicación alguna. Los dejaba en vilo hasta el borde del capítulo y para colmo de males, les decía que ella, que ella jamás habría sido capaz, en su triste vida, de imaginar aquella historia infame de un amor confuso.
Fue para ese entonces que se olvidó del clavicordio dorado y se dedicó a seguir a cualquier hippie que pasara por el frente de su casa, le silbaba hasta desconcentrarlo por completo y hacerlo caer por el vacío infinito que producía ver sus largas piernas blancas, cual dunas de un desierto por donde vagaban sin afán todos esos personajes que ella, sin misericordía, había sacado de aquel libro, solo para satisfacer su deseo juvenil de viajar en el tiempo, de traspasar paredes y sobre todo, de no volver a querer a nadie que no supiera saltar como ella nunca más.
Yo la espiaba desde el balcón colonial que quedaba en frente, y del cual ella nunca se percató, pues tenía prohibido mirar hacia los buenos aires.  La veía jugar con sus delgadas manos, cual titiritera frustrada casi hasta las cinco, la misma hora en el que el sol caía sin excusa verdadera, y yo sin saberlo hasta mucho tiempo después, entendiera que la clave de esa página trescientos, no estaba ni en sus manos, ni en sus piernas, ni en el orden de los post-it, ni mucho menos en sus ojos color miel de abejas, sino en ese reloj dorado, que ella cambiaba a su antojo y sin que nadie lo notará, marcando la fecha correcta, el segundo preciso, en que el próximo candidato a desenamorarse saltara por el lomo del libro con dirección al hueco aquel dejado por su corazón, y al que solo se entraba por el escote recatado de esa camisa de fuerza que solía usar desde los tiempos inmemorables en que se dedicó a comer la tierra de las paredes.