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domingo, 5 de octubre de 2014

La noche del lunar.

- Dame posada esta noche en la capital.
Le dijo ella por teléfono, él poco preguntó, tampoco lo entendió y a la fecha tampoco sabe porqué ella llego hasta allí y por qué lo buscó a él.
La esperó en la estación del norte bajo un frío que congelaba corazones y una lluvia ácida que perforaba los recuerdos más profundos de aquel amor universitario.  No la había visto en años, no lo haría tampoco en muchos años después.  En el fondo, así fue siempre, una conexión perfecta de dos cosas que estaban muy lejos.
Un bus, dos buses, tres buses, cuarenta buses… perdió la cuenta mientras deseaba verla bajar de una de esas flotas transmunicipales que en el afán del viernes parrandero se apresuraban a dejar a sus pasajeros en la parada menos oportuna.
Cuando por fin llegó, el percibió su olor a cigarrillo inconfundible, su perfume caro, su Chocó interno, su piel frágil de cristal, sus mascaras favoritas. La reconoció a través de la lluvia, del olvido y quizás del futuro.  La abrazó sin temor, la sintió sin aliento, la besó con pasión.  Se montaron en otro bus, en uno de esos donde no hay color ni sabor ni olor, todos se anulan entre sí.
- A dónde vamos?  El, no supo explicarle, y tampoco hacía falta. Es más, pudieron quedarse en ese bus dando vueltas en círculos infinitos y tampoco habría importado.
- Confía en mi.  Le contestó él minutos después, cuando en realidad no supo para dónde iban ni como terminarían.
- Siempre lo he hecho, dijo ella, mientras se recostó en su hombro, cerró los ojos y entre calles destartaladas le contó sus desventuras en el medio de aquella selva olvidada de ese país imaginario en el que les tocó vivir.
Era un cuarto de motel, una cama grande, una luz tenue. Muchos espejos, muchas preguntas y pocas razones. Pero estaban ahí, sin dudarlo, sin pensarlo, felices de después de tanto tiempo sin verse, de estar tan solos y tan acompañados en un mismo lugar, así fuera el mismo infierno.
Tanto era su cansancio, que al final no lo pensó tanto, y cómo siempre, se adaptó a las circunstancias.  Era muy su estilo, muy sus procesos, muy sus tiempos, muy sus métodos.  Se puso su pijama de seda, sus cremas, sus noches buenas. Era también una buena ocasión para seguir matándolo de deseo.  Le pidió masajes, le dio besos, se dejó acariciar, le corrió la mano, le volteó la mirada, le contó, le mostró, lo confundió, lo miró, lo dejó sin aliento como la primera vez. 
Era la primera vez que compartían una misma cama, una noche, la luna perdida, las horas infinitas del amanecer, el cansancio acumulado, el pudor perdido, el querer aplazado. Con los segundos la noche parecía las "mil y una noches", con los minutos daban ganas de parar el reloj, con las horas venían los stops de aquellos avenidas en montes preciosos.
Fue esa vez que comprobó que su piel era de cristal, que dejaba mirar hacia dentro, que era blanca y pálida pero con todo el negro posible, que había tanta profundidad que lo mejor era no tocarla, y que si se tocaba lo mejor era hacerlo despacio, suavecito, sin luz, y ojalá en silencio.  También comprobó que sus manos eran mágicas y tan bellas como aquella maldita linda noche.
Entre los masajes, los espejos, los fantasmas, los encajes y los olores se durmieron sin darse cuenta, se besaron en sueños, y desearon amanecer ahí mismo, juntos, pero bien lejos nuevamente.  Los despertó el frío de las tres, la preocupación de las cuatro, la llamada de las cinco, la necesidad de las 6, la confesión de las 7.
- No puedo.   Le respondió ella y sus palabras retumbaron toda la noche, se estrellaron repetitivamente contra las paredes, se instalaron en los espejos, les sacaron la lengua, y al final se escaparon por la ventana cuando el sol empezó a quebrar lentamente el hielo que se había formado entre los dos, entre sus labios durante las horas anteriores.
- Tenemos que irnos en media hora. Le recordó el, mientras la veía medio dormida, con su pijama de seda desacomodada, detallando su ropa interior de lujo y que dejaba escapar sin querer los pensamientos pervertidos más equilibrados que él haya conocido.
(...)

domingo, 28 de septiembre de 2014

Desespero.

Venía por corrientes, doblaba y bajaba cada tarde por Florida.
Quería perderse en cada anticuario lujoso, en cada venta de ropa lujosa de cueros argentinos.
Nunca supo como llegó allá, y tampoco sabe aún como se irá de allí.
Era feliz en su casa, durmiendo la siesta, acomodando las copias, perdiéndose entre textos poderosos y desconocidos de autores locos de tiempos inmemoriables.
El, la visitaba cada cincuenta y cuatro horas, sin minutos más ni minutos menos.
Le recordaba la hora del almuerzo, las noticias de las doce y el olor del mar caribe olvidado.
Se amaban sin pensarlo, sin rencores, sin excusas simples de kilómetros perdidos.
La cama grande, el living, el placard, la concha del pato, la lingerie muy roja. Los adidas y los converse. El día a día en el Día.
El conserje, el París que nunca encontraron, los buenos aires bajo el aire acondicionado repodrido.
Muy a las cinco él tomaba el tren rojo con rumbo al nortecito, a las clases inventadas, al rio de las desapariciones, mientras ella, con pensamientos atravesados ahogaba sus penas en facturas de grasa, en almohadas de pluma exquísitas, y en cualquier suspiro que se hubiera quedado flotando en la habitación del amor.
De noche bajaba hasta Puerto Madero, con miedo de la noche y de cada uno de los fantasmas piratas que rondaban por Reconquista. Cuando llegaba al depto, muy a las ocho se mataba, se ahorcaba con el cable del teléfono entre la pampa y la meseta, mientras se acordaba de su profesor favorito y deliraba frases sin sentido del Borges de microcentro.
Resucitaba cada mañana con la llamada esperada, con la fruta finamente picada y con la sensación infinita de desvanecerse en besos desesperados de tardes esperadas.

viernes, 26 de septiembre de 2014

La H perdida.

La H es un puente entre dos columnas.  El camino entre dos montañas.
El cuello que une la cabeza con los pies.
La H también es silencio, es callarse, pero disfrutar de no decir nada.
La H es un viejo hospital dónde suenan canciones de amor para reparar corazones partidos.
La H sobre y hace falta. A veces estorba. A veces quiere hablar.
A veces la usan y la abusan, y ella sigue ahí firme, escuchando.
Tiene el poder de la dualidad, de poder mirar hacia sus dos lados.
Y de no dejarse caer. Y si pudiera caminaría para encontrar su destino.
Que suena, que no suena, ella prefiere cantar.
H de hacer que puedes escribir en un acer.
Eres no lleva H.
A veces en la mitad se ve bien, en el comienzo no tanto.
Y no le gusta ser del fondo.
Bien podemos omitirla de vez en cuando, que nos ahorra explicaciones que nadie entiende, como dejarla tranquila, que no la jodan tanto porque si o porque no.
La tuya la olvidan, la mía la imponen por lo general.
- Sin H, por favor! Como suplicando.
Vampiros observadores que tampoco necesitan de ella.
Y es que hablar de sus combinaciones puede ser una conversación perdida.
Un error humano.
Ella está o se va. Se escapa. Pero está.
Al comienzo, cuando ya volteado para revisar sobre el papel, me la encuentro HEr…
Estoy hablando de ella. De él.
Cuatro letras más y no dejas de ser Hermosa.
Si cambiamos el inicio de perdernos iremos en la misma dirección.
Ahora se que a la H no que hay que morderla.






domingo, 21 de septiembre de 2014

Teoría del Ají

Y al cabo de los minutos se hartaba de todo, de los chistes sin sentido, de las bromas por hacer bromas, de recordar a la patria, de lo impensable.
Pero esa vez, mientras tarareaba las canciones de una época pasada en aquella ciudad de la furia, terminó tirado en el sofa oscuro y artesanal, en el living de aquella primavera feroz, sin entender bien lo que le pasaba, sin saberse aquí o allá.  Mientras el fernet invadía cada centímetro de su cuerpo el solo quería mirarla, imaginarla en aquel Belgrano roído por los buenos tiempos volando cual mariposa amarilla, cual colombiana de la Sabana.  Estaba como dentro de ella, tratando de entender el aura de Benjamin, el modernismo desinventado, la realidad podrida. Como si de repente y desde siempre hubiera estado atravesada como la iglesia de su pueblo.
Pasaron minutos, horas, días, años, e incluso siglos hasta que a los poco recuerdos y a las insistentes miradas ella lo entendió, se acercó y se arrodilló a su lado, sin decir nada, como siempre, pero con esa seguridad de ser dos cosas que se sobrellevan las unas a las otras y también las unas sin las otras.
Se dejó acariciar el cabello, despacio, sin afanes y sin fanes, con el calor del verano que ya venía y que les arrebataría para siempre la felicidad inocente de aquellos buenos aires. No es casualidad, que Soda cantara para entonces Tratame suavemente mientras sus amigos con bulla y joda latinoamericana caribeña siguieran como si nada, como en otra película aparte, como en otra dimensión.
Rodaron Barrancas abajo y los unió algo sin querer desde entonces, cuando esperaron el cuarenta y dos hasta ver el sol venir, y en aquel recorrido hasta el downtown se dijeron de todo sin mirarse, sin tocarse, sin hablarse. 
Esta es la teoría del Ají.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Sin rodillas.

Quizás de tanto andar se perdió.  Quizás de tanto perderse quiso nunca parar de andar.
Nunca fue bueno para encontrarse, ni tampoco de parar.
Nunca quiso domingo a la tarde, ni rezar por vos.
Se desmoronó de a poquitos en esa vieja estación del tren esperando a la chica de rojo.
Cantó a pesar de las llamas. Escribió a pesar del olvido.
Saltó entre las páginas de aquel calendario gris y cuadriculado y borró para siempre al año de sus desgracias, también quitó el quince de septiembre. Le deseó feliz cumpleaños.
Nunca supo a que sabían sus besos.  Nunca uso aquel mapa de los destinos fatales.
Pensó en su amor amarillo. La vio subir al cielo con su obra y gracia.
Le dio flores. Le quitó amores.
- Pobres lindos ojos. Le dijo muy de tarde, muy de madrugada, muy para nada.
Tenía alma de diamante. Un amor en vano. Un principe descolorido.
Se quedó sin rodillas.
- Bancátelo, va ser siempre así. Le dijo ella.