- Dame posada esta noche en
la capital.
Le dijo ella por teléfono, él
poco preguntó, tampoco lo entendió y a la fecha tampoco sabe porqué ella llego
hasta allí y por qué lo buscó a él.
La esperó en la estación del
norte bajo un frío que congelaba corazones y una lluvia ácida que perforaba los
recuerdos más profundos de aquel amor universitario. No la había visto en años, no lo haría tampoco
en muchos años después. En el fondo, así
fue siempre, una conexión perfecta de dos cosas que estaban muy lejos.
Un bus, dos buses, tres
buses, cuarenta buses… perdió la cuenta mientras deseaba verla bajar de una de
esas flotas transmunicipales que en el afán del viernes parrandero se
apresuraban a dejar a sus pasajeros en la parada menos oportuna.
Cuando por fin llegó, el
percibió su olor a cigarrillo inconfundible, su perfume caro, su Chocó interno,
su piel frágil de cristal, sus mascaras favoritas. La reconoció a través de la
lluvia, del olvido y quizás del futuro.
La abrazó sin temor, la sintió sin aliento, la besó con pasión. Se montaron en otro bus, en uno de esos donde
no hay color ni sabor ni olor, todos se anulan entre sí.
- A dónde vamos? El, no supo explicarle, y tampoco hacía
falta. Es más, pudieron quedarse en ese bus dando vueltas en círculos infinitos
y tampoco habría importado.
- Confía en mi. Le contestó él minutos después, cuando en
realidad no supo para dónde iban ni como terminarían.
- Siempre lo he hecho, dijo
ella, mientras se recostó en su hombro, cerró los ojos y entre calles
destartaladas le contó sus desventuras en el medio de aquella selva olvidada de
ese país imaginario en el que les tocó vivir.
Era un cuarto de motel, una
cama grande, una luz tenue. Muchos espejos, muchas preguntas y pocas razones.
Pero estaban ahí, sin dudarlo, sin pensarlo, felices de después de tanto tiempo
sin verse, de estar tan solos y tan acompañados en un mismo lugar, así fuera el
mismo infierno.
Tanto era su cansancio, que
al final no lo pensó tanto, y cómo siempre, se adaptó a las
circunstancias. Era muy su estilo, muy
sus procesos, muy sus tiempos, muy sus métodos.
Se puso su pijama de seda, sus cremas, sus noches buenas. Era también
una buena ocasión para seguir matándolo de deseo. Le pidió masajes, le dio besos, se dejó
acariciar, le corrió la mano, le volteó la mirada, le contó, le mostró, lo
confundió, lo miró, lo dejó sin aliento como la primera vez.
Era la primera vez que
compartían una misma cama, una noche, la luna perdida, las horas infinitas del
amanecer, el cansancio acumulado, el pudor perdido, el querer aplazado. Con los
segundos la noche parecía las "mil y una noches", con los minutos daban ganas de parar el
reloj, con las horas venían los stops de aquellos avenidas en montes preciosos.
Fue esa vez que comprobó que
su piel era de cristal, que dejaba mirar hacia dentro, que era blanca y pálida
pero con todo el negro posible, que había tanta profundidad que lo mejor era no
tocarla, y que si se tocaba lo mejor era hacerlo despacio, suavecito, sin luz,
y ojalá en silencio. También comprobó
que sus manos eran mágicas y tan bellas como aquella maldita linda noche.
Entre los masajes, los
espejos, los fantasmas, los encajes y los olores se durmieron sin darse cuenta,
se besaron en sueños, y desearon amanecer ahí mismo, juntos, pero bien lejos
nuevamente. Los despertó el frío de las
tres, la preocupación de las cuatro, la llamada de las cinco, la necesidad de las
6, la confesión de las 7.
- No puedo. Le respondió ella y sus palabras retumbaron
toda la noche, se estrellaron repetitivamente contra las paredes, se instalaron
en los espejos, les sacaron la lengua, y al final se escaparon por la ventana
cuando el sol empezó a quebrar lentamente el hielo que se había formado entre
los dos, entre sus labios durante las horas anteriores.
- Tenemos que irnos en media
hora. Le recordó el, mientras la veía medio dormida, con su pijama de seda
desacomodada, detallando su ropa interior de lujo y que dejaba escapar sin
querer los pensamientos pervertidos más equilibrados que él haya conocido.
(...)