No hay post a la vista.
¿Hay rumbo? ¿O jumbo?
Hay Jets, cartas y aviones.
Volveremos cuando el rumbo me derrumbe.
Nos estamos desarmando, disculpe los inconvenientes.
Mientras, pueden re-leer el resto
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viernes, 17 de octubre de 2014
domingo, 12 de octubre de 2014
De a poquito.
Tenía la manía de robar cachetes.
Tenía la idea de darle la vuelta al mundo para comprobar que era la más hermosa.
Tenía el vicio de contar sus lunares en fotografías mentales imposibles.
Vestía con remeras de mensajes épicos, gafas que nunca cuadran y ganas de nada.
Ella lo volvió pedacitos, le sacó de a poquitos lo bueno y le dejo el corazón lleno de huequitos simples.
La perdió por Constitución. La amo en Caballito. Se amaron en Palermo.
Cuentan que se perdió en las calesitas de colores, que volvió a ser niño, a decir lo que nunca dijo.
Que se volvió loco en el Tigre, que se olvidó de los demás y mando río arriba los recuerdos bonitos de aquellos amores baratos que terminaron engañándolo con sus mejores amigos.
Ahora lo ven por las noches, en esa ciudad de niebla, de fantasmas, de furia
cantando un tango cualquiera, preguntando por ella, por sus destinos fatales.
Va pintando por ahí arbolitos mágicos sin flores, con la esperanza de que florezcan en primavera y el pueda volver a pasar por esa misma esquina, por esa misma plaza, a llenarlos de colores, de vidas y de pequeños extraterrestres.
Nadie lo reconoce, nadie lo entiende y en el fondo nadie lo sigue. Saben de antemano que sobrepasa
paredes, que flota en el río y que con cualquier aguacero queda como una estatua, sonriendo, de ver el agua bajar.
Lo último que hizo en aquella ciudad inventada fue sacarle la lengua en Puerto Madero.
Algún día volverá a aquel bar, a aquel puerto de su desilución, a buscar a la misma chica, a la que nunca le dijo que no, a aquel tren destartalado del olvido.
Mientras tanto, cuentan que escribe frases en servilletas viejas en idiomas desconocidos en la ciudad bobita. Toma tinto a las dos, pandeyuca a las cinco, y envía postales sin destino a ver si le sonrien por porcentajes y de a poquito.
Tenía la idea de darle la vuelta al mundo para comprobar que era la más hermosa.
Tenía el vicio de contar sus lunares en fotografías mentales imposibles.
Vestía con remeras de mensajes épicos, gafas que nunca cuadran y ganas de nada.
Ella lo volvió pedacitos, le sacó de a poquitos lo bueno y le dejo el corazón lleno de huequitos simples.
La perdió por Constitución. La amo en Caballito. Se amaron en Palermo.
Cuentan que se perdió en las calesitas de colores, que volvió a ser niño, a decir lo que nunca dijo.
Que se volvió loco en el Tigre, que se olvidó de los demás y mando río arriba los recuerdos bonitos de aquellos amores baratos que terminaron engañándolo con sus mejores amigos.
Ahora lo ven por las noches, en esa ciudad de niebla, de fantasmas, de furia
cantando un tango cualquiera, preguntando por ella, por sus destinos fatales.
Va pintando por ahí arbolitos mágicos sin flores, con la esperanza de que florezcan en primavera y el pueda volver a pasar por esa misma esquina, por esa misma plaza, a llenarlos de colores, de vidas y de pequeños extraterrestres.
Nadie lo reconoce, nadie lo entiende y en el fondo nadie lo sigue. Saben de antemano que sobrepasa
paredes, que flota en el río y que con cualquier aguacero queda como una estatua, sonriendo, de ver el agua bajar.
Lo último que hizo en aquella ciudad inventada fue sacarle la lengua en Puerto Madero.
Algún día volverá a aquel bar, a aquel puerto de su desilución, a buscar a la misma chica, a la que nunca le dijo que no, a aquel tren destartalado del olvido.
Mientras tanto, cuentan que escribe frases en servilletas viejas en idiomas desconocidos en la ciudad bobita. Toma tinto a las dos, pandeyuca a las cinco, y envía postales sin destino a ver si le sonrien por porcentajes y de a poquito.
domingo, 5 de octubre de 2014
La noche del lunar.
- Dame posada esta noche en
la capital.
Le dijo ella por teléfono, él
poco preguntó, tampoco lo entendió y a la fecha tampoco sabe porqué ella llego
hasta allí y por qué lo buscó a él.
La esperó en la estación del
norte bajo un frío que congelaba corazones y una lluvia ácida que perforaba los
recuerdos más profundos de aquel amor universitario. No la había visto en años, no lo haría tampoco
en muchos años después. En el fondo, así
fue siempre, una conexión perfecta de dos cosas que estaban muy lejos.
Un bus, dos buses, tres
buses, cuarenta buses… perdió la cuenta mientras deseaba verla bajar de una de
esas flotas transmunicipales que en el afán del viernes parrandero se
apresuraban a dejar a sus pasajeros en la parada menos oportuna.
Cuando por fin llegó, el
percibió su olor a cigarrillo inconfundible, su perfume caro, su Chocó interno,
su piel frágil de cristal, sus mascaras favoritas. La reconoció a través de la
lluvia, del olvido y quizás del futuro.
La abrazó sin temor, la sintió sin aliento, la besó con pasión. Se montaron en otro bus, en uno de esos donde
no hay color ni sabor ni olor, todos se anulan entre sí.
- A dónde vamos? El, no supo explicarle, y tampoco hacía
falta. Es más, pudieron quedarse en ese bus dando vueltas en círculos infinitos
y tampoco habría importado.
- Confía en mi. Le contestó él minutos después, cuando en
realidad no supo para dónde iban ni como terminarían.
- Siempre lo he hecho, dijo
ella, mientras se recostó en su hombro, cerró los ojos y entre calles
destartaladas le contó sus desventuras en el medio de aquella selva olvidada de
ese país imaginario en el que les tocó vivir.
Era un cuarto de motel, una
cama grande, una luz tenue. Muchos espejos, muchas preguntas y pocas razones.
Pero estaban ahí, sin dudarlo, sin pensarlo, felices de después de tanto tiempo
sin verse, de estar tan solos y tan acompañados en un mismo lugar, así fuera el
mismo infierno.
Tanto era su cansancio, que
al final no lo pensó tanto, y cómo siempre, se adaptó a las
circunstancias. Era muy su estilo, muy
sus procesos, muy sus tiempos, muy sus métodos.
Se puso su pijama de seda, sus cremas, sus noches buenas. Era también
una buena ocasión para seguir matándolo de deseo. Le pidió masajes, le dio besos, se dejó
acariciar, le corrió la mano, le volteó la mirada, le contó, le mostró, lo
confundió, lo miró, lo dejó sin aliento como la primera vez.
Era la primera vez que
compartían una misma cama, una noche, la luna perdida, las horas infinitas del
amanecer, el cansancio acumulado, el pudor perdido, el querer aplazado. Con los
segundos la noche parecía las "mil y una noches", con los minutos daban ganas de parar el
reloj, con las horas venían los stops de aquellos avenidas en montes preciosos.
Fue esa vez que comprobó que
su piel era de cristal, que dejaba mirar hacia dentro, que era blanca y pálida
pero con todo el negro posible, que había tanta profundidad que lo mejor era no
tocarla, y que si se tocaba lo mejor era hacerlo despacio, suavecito, sin luz,
y ojalá en silencio. También comprobó
que sus manos eran mágicas y tan bellas como aquella maldita linda noche.
Entre los masajes, los
espejos, los fantasmas, los encajes y los olores se durmieron sin darse cuenta,
se besaron en sueños, y desearon amanecer ahí mismo, juntos, pero bien lejos
nuevamente. Los despertó el frío de las
tres, la preocupación de las cuatro, la llamada de las cinco, la necesidad de las
6, la confesión de las 7.
- No puedo. Le respondió ella y sus palabras retumbaron
toda la noche, se estrellaron repetitivamente contra las paredes, se instalaron
en los espejos, les sacaron la lengua, y al final se escaparon por la ventana
cuando el sol empezó a quebrar lentamente el hielo que se había formado entre
los dos, entre sus labios durante las horas anteriores.
- Tenemos que irnos en media
hora. Le recordó el, mientras la veía medio dormida, con su pijama de seda
desacomodada, detallando su ropa interior de lujo y que dejaba escapar sin
querer los pensamientos pervertidos más equilibrados que él haya conocido.
(...)
domingo, 28 de septiembre de 2014
Desespero.
Venía por corrientes, doblaba y bajaba cada tarde por Florida.
Quería perderse en cada anticuario lujoso, en cada venta de ropa lujosa de cueros argentinos.
Nunca supo como llegó allá, y tampoco sabe aún como se irá de allí.
Era feliz en su casa, durmiendo la siesta, acomodando las copias, perdiéndose entre textos poderosos y desconocidos de autores locos de tiempos inmemoriables.
El, la visitaba cada cincuenta y cuatro horas, sin minutos más ni minutos menos.
Le recordaba la hora del almuerzo, las noticias de las doce y el olor del mar caribe olvidado.
Se amaban sin pensarlo, sin rencores, sin excusas simples de kilómetros perdidos.
La cama grande, el living, el placard, la concha del pato, la lingerie muy roja. Los adidas y los converse. El día a día en el Día.
El conserje, el París que nunca encontraron, los buenos aires bajo el aire acondicionado repodrido.
Muy a las cinco él tomaba el tren rojo con rumbo al nortecito, a las clases inventadas, al rio de las desapariciones, mientras ella, con pensamientos atravesados ahogaba sus penas en facturas de grasa, en almohadas de pluma exquísitas, y en cualquier suspiro que se hubiera quedado flotando en la habitación del amor.
De noche bajaba hasta Puerto Madero, con miedo de la noche y de cada uno de los fantasmas piratas que rondaban por Reconquista. Cuando llegaba al depto, muy a las ocho se mataba, se ahorcaba con el cable del teléfono entre la pampa y la meseta, mientras se acordaba de su profesor favorito y deliraba frases sin sentido del Borges de microcentro.
Resucitaba cada mañana con la llamada esperada, con la fruta finamente picada y con la sensación infinita de desvanecerse en besos desesperados de tardes esperadas.
Quería perderse en cada anticuario lujoso, en cada venta de ropa lujosa de cueros argentinos.
Nunca supo como llegó allá, y tampoco sabe aún como se irá de allí.
Era feliz en su casa, durmiendo la siesta, acomodando las copias, perdiéndose entre textos poderosos y desconocidos de autores locos de tiempos inmemoriables.
El, la visitaba cada cincuenta y cuatro horas, sin minutos más ni minutos menos.
Le recordaba la hora del almuerzo, las noticias de las doce y el olor del mar caribe olvidado.
Se amaban sin pensarlo, sin rencores, sin excusas simples de kilómetros perdidos.
La cama grande, el living, el placard, la concha del pato, la lingerie muy roja. Los adidas y los converse. El día a día en el Día.
El conserje, el París que nunca encontraron, los buenos aires bajo el aire acondicionado repodrido.
Muy a las cinco él tomaba el tren rojo con rumbo al nortecito, a las clases inventadas, al rio de las desapariciones, mientras ella, con pensamientos atravesados ahogaba sus penas en facturas de grasa, en almohadas de pluma exquísitas, y en cualquier suspiro que se hubiera quedado flotando en la habitación del amor.
De noche bajaba hasta Puerto Madero, con miedo de la noche y de cada uno de los fantasmas piratas que rondaban por Reconquista. Cuando llegaba al depto, muy a las ocho se mataba, se ahorcaba con el cable del teléfono entre la pampa y la meseta, mientras se acordaba de su profesor favorito y deliraba frases sin sentido del Borges de microcentro.
Resucitaba cada mañana con la llamada esperada, con la fruta finamente picada y con la sensación infinita de desvanecerse en besos desesperados de tardes esperadas.
viernes, 26 de septiembre de 2014
La H perdida.
La H es un puente entre dos columnas. El camino entre dos montañas.
El cuello que une la cabeza con los pies.
La H también es silencio, es callarse, pero disfrutar de no
decir nada.
La H es un viejo hospital dónde suenan canciones de amor
para reparar corazones partidos.
La H sobre y hace falta. A veces estorba. A veces quiere
hablar.
A veces la usan y la abusan, y ella sigue ahí firme,
escuchando.
Tiene el poder de la dualidad, de poder mirar hacia sus dos
lados.
Y de no dejarse caer. Y si pudiera caminaría para encontrar
su destino.
Que suena, que no suena, ella prefiere cantar.
H de hacer que puedes escribir en un acer.
Eres no lleva H.
A veces en la mitad se ve bien, en el comienzo no tanto.
Y no le gusta ser del fondo.
Bien podemos omitirla de vez en cuando, que nos ahorra
explicaciones que nadie entiende, como dejarla tranquila, que no la jodan tanto
porque si o porque no.
La tuya la olvidan, la mía la imponen por lo general.
- Sin H, por favor! Como suplicando.
Vampiros observadores que tampoco necesitan de ella.
Y es que hablar de sus combinaciones puede ser una
conversación perdida.
Un error humano.
Ella está o se va. Se escapa. Pero está.
Al comienzo, cuando ya volteado para revisar sobre el papel,
me la encuentro HEr…
Estoy hablando de ella. De él.
Cuatro letras más y no dejas de ser Hermosa.
Si cambiamos el inicio de perdernos iremos en la misma dirección.
Ahora se que a la H no que hay que morderla.
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