Y entonces comencé a derrumbarme por cada calle
a querer escalar escaleras imaginarias hacia esos mismos aires,
a ver las cosas más grandes y menos buenas, pero mejores.
Empecé a escribir bobadas solo por la seguridad infinita pero no comprobada
de que ya las había hecho en el transcurso del día.
Era extraño que solo lloviera debajo de los árboles,
que las jirafas se pusieran tristes y que los trenes nunca llevaran a escuelas de magia.
Era fácil perderse en esas calles empedradas y encontrarse una frase de Borges,
como si fuera una conferencia de esas que tocan dar y a quién toca mencionar.
Era menos emocionante tener que bajar esas mismas escaleras
y volver a levantarse tan tarde, segundos después de que sonaran las campanas
de esa boda que siempre se repite y nunca se concreta.
Era más difícil tener que levantarse de esas caídas de esas calles de esos
helados de esos choripanes de aquellos veranos sin otoños de aquellas pizzas sin ojos.
Aprendí a comer pizza de pie, y a pie comer que te lo juro que aprendí.
Las mañanas le llegaban tarde a la luna que silenciosa la espera.
Yo por lo visto también llegue tarde a todo. O muy temprano, depende del GTM, de
mi antifoursquare pero principalmente de que alguien en el otro lado sonría.
Y es que al final de todo noviembre se va haciendo chiquito,
así como cuando todos y muchos tienen afanes y árboles de mentiras,
como cuándo no basta una sola canción, sino mil que hacen una gritería insoportable
encerrada en una cajita de cristal la tarde aquella en que se cayeron las paredes de
ese río pintado con marcador en la mesa que se proyecta en el circo que no empieza.
Yo entonces decidí que no sabía nada y que había olvidado todo sin que fuera verdad,
pensé en explicar lo que nunca supe y en dibujar lo que nunca vi.
Tampoco habría funcionado.
Desde hace un año me gustan los dos puntos: como para indicar ese pre sentimiento
antes del no sentimiento, antes de lo que no se dice y al lado de lo que no toca.
De lo que no se puede. Habría entonces que querer y guardar ahora.
Ring Ring y que don´t worry.
Yo no sé como es que funciona esto pero funciona como el no se.
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domingo, 20 de noviembre de 2011
domingo, 30 de octubre de 2011
Tus horas
Este no pertenecer.
Este Callao esquina de mi corazón.
El tiempo estático.
Ese no pisar y ese no querer.
Estos árboles y esas calles del pueblito de mi corazón.
Esas medias y este medio.
Este renglón que no entiendes.
Esta línea discontinua.
Esa brisa del domingo en un tren a ningún Pereira.
Ese vos, esta voz.
Esos cielos y esa niña coqueta.
La mochila y mil aeropuertos que me esperan.
Y sí, éste reloj que no marca tus horas.
sábado, 22 de octubre de 2011
Veintiséis locos corazones.
En esta puta ciudad todo se incendia y se va...
En esta sucia ciudad no hay que seguir ni parar...
Habría que no citarnos en ningún lado.
Habría que no habernos escrito nunca.
Habría yo de no extrañarte tanto.
Y habría que pensar que lo que se busca nunca se encuentra.
Habría que mirar los buenos aires de otra forma.
Parece que no lo soñé.
En cualquier 26, en el camino del Caballito.
En la gran Rivadavia que lleva a El Dorado.
Habría que nunca saber como empezar.
Habría también que saber como nunca acabar.
Habría que llorar y reír.
Habría que saber sumar y restar, pero nunca olvidar.
Habría que siempre hacerlo querer hacer mejor.
Habría que decirnos tanto con tanto silencio, con tanto corazón.
Ya sabes Bonita, si algún día me cruzas por la calle…
domingo, 16 de octubre de 2011
Letras condensadas
Era capaz de mover sus oscuros ojos verdes tres milímetros exactos para provocar un temblor al otro lado del mundo. Tenía muchos libros para leer, una calculadora para contar sus otros mundos, un teléfono para no responder y un frasquito donde guardaba el secreto de su belleza: lo llevaba consigo siempre, y antes de dejar el lugar donde había estado recolectaba su aroma y lo guardaba en él.
No era capaz de leer o escribir una línea sin mover provocativamente sus labios rosados y su mejor reto eran sus cejas pobladas intentando descifrar la ecuación del día.
Me la encontré una tarde el martes de carnaval, justo el día en que anunciaron chaparrón, mientras yo confundía espejos con ventanas y rios con venas latientes. También confundía sus manos de muñeca con lo suave de su corazón dibujado en la remera y confundido a la vez, con lo largo de su narración porteña. Sus manos hacían juego con su sin razón y con ese texto en capital y colegial que decía "Matemática."
¿Te quedás en la mesa?, me preguntó. Sin poder desconcentrarme de la música que daba vueltas precipitosas en mi oído izquierdo, atiné a responderle un "sí, dale."
Mientras terminaba la tarta de queso y jamón, la seguí viendo sin verla, su espacio estaba maravillosamente intacto, perpetuado por la llovizna ligera que justo en el instante cayó de repente en ese puerto olvidado de la civilización. La vi acariciarse su largo cabello rubio mientras miraba al otro lado del rio y entonces pensé: solo le hace falta una variable para descifrar por fin la ecuación de su vida perdida.
Así que dando tres tumbos por la mesa de retazos de madera, aprovechando su no ausencia, llegué hasta su esquina riesgosa, hasta la punta de su nariz platónica y no presente, tomé el frasquito de vidrio color púrpura, lo abrí y lo esparcí encima de estas letras para no correr el riesgo infinito de tomarle una fotografía mental equivocada, sino dejarla condensada para siempre entre la a y la e, sin pasar por la d, condensada para siempre en este post irrompible, en éste puro blanco cosmético y explosivo. En éste ojalá te vuelva a ver.
No era capaz de leer o escribir una línea sin mover provocativamente sus labios rosados y su mejor reto eran sus cejas pobladas intentando descifrar la ecuación del día.
Me la encontré una tarde el martes de carnaval, justo el día en que anunciaron chaparrón, mientras yo confundía espejos con ventanas y rios con venas latientes. También confundía sus manos de muñeca con lo suave de su corazón dibujado en la remera y confundido a la vez, con lo largo de su narración porteña. Sus manos hacían juego con su sin razón y con ese texto en capital y colegial que decía "Matemática."
¿Te quedás en la mesa?, me preguntó. Sin poder desconcentrarme de la música que daba vueltas precipitosas en mi oído izquierdo, atiné a responderle un "sí, dale."
Mientras terminaba la tarta de queso y jamón, la seguí viendo sin verla, su espacio estaba maravillosamente intacto, perpetuado por la llovizna ligera que justo en el instante cayó de repente en ese puerto olvidado de la civilización. La vi acariciarse su largo cabello rubio mientras miraba al otro lado del rio y entonces pensé: solo le hace falta una variable para descifrar por fin la ecuación de su vida perdida.
Así que dando tres tumbos por la mesa de retazos de madera, aprovechando su no ausencia, llegué hasta su esquina riesgosa, hasta la punta de su nariz platónica y no presente, tomé el frasquito de vidrio color púrpura, lo abrí y lo esparcí encima de estas letras para no correr el riesgo infinito de tomarle una fotografía mental equivocada, sino dejarla condensada para siempre entre la a y la e, sin pasar por la d, condensada para siempre en este post irrompible, en éste puro blanco cosmético y explosivo. En éste ojalá te vuelva a ver.
sábado, 15 de octubre de 2011
El lejos.
Del resplandor al esplendor cualquiera.
El detrás de la pantalla como antes de la sinfonía.
El bajar gradas como el diseño de estantes.
La ventana como puerta sin pies.
La línea azul como perturbación casual.
El ascensor y lo demás.
Los veinte minutos, el suspiro siguiente.
El reto de solo una hoja en blanco.
La excusa, la mesa de entradas y la humedad.
La música. La música que se repite.
La milonga de amor.
El temblor de sus labios.
Y el aire, siempre el aire como posibilidad infinita
de flotar por ahí sin pensar demasiado en el lejos.
El detrás de la pantalla como antes de la sinfonía.
El bajar gradas como el diseño de estantes.
La ventana como puerta sin pies.
La línea azul como perturbación casual.
El ascensor y lo demás.
Los veinte minutos, el suspiro siguiente.
El reto de solo una hoja en blanco.
La excusa, la mesa de entradas y la humedad.
La música. La música que se repite.
La milonga de amor.
El temblor de sus labios.
Y el aire, siempre el aire como posibilidad infinita
de flotar por ahí sin pensar demasiado en el lejos.
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