Ese día incierto del invierno pasado, la mañana despertó queriendo ser tarde. Sabía de antemano que nunca llegaría a la cita con su destino más posible, más cercano y más confuso. Solo le interesaba cantar sin ritmo y volverse toda amarilla, brillante, dorada.
Fue por el camino que se perdió en lugares inconclusos, era alborotada y confusa. Era como desayunar muy rico después de bailar mucho. Pero también era tranquila y pequeña. Duraba lo que sus ganas le permitieran volar o lo que sus hormonas ardientes le dejaran soñar. Lo anotaba todo en agendas con tintas mágicas de universos paralelos. Era misteriosa, y ya sabemos que un misterio a cualquier hora de la mañana es motivo para no dejar pasar los días en vano.
Cuando dejaba de ser mañana se sentaba a leer en el balcón, a ver el gran parque pasar sus días sentado al lado de la interminable avenida. Le hablaba a las plantas, y en sus buenos días, las plantas le decían lo bonita que se veía. De noche, cuando se preparaba mentalmente para volver a alumbrar, enviaba sin proponérselo, buenos recuerdos a los buenos aires, a los parajes perdidos y a cualquier despistado que bajara de los cerros orientales para contarle como la extrañaban las paredes pintadas de sus mejores y coloridos días. Sabía quedarse en un mismo lugar escribiendo palabras en el aire.
Nunca supe, porqué ese día quiso levantarse queriendo ser tarde, incluso puedo pensar ahora, que le pasaba constantemente, pero la recuerdo, ahí parada en esa esquina de ese barrio olvidado, viendo al frio pasar, sin oídos para mi, sin ojos para nadie, solo queriendo ser ella y con las ganas infinitas de tatuarse en el alma esa frase con la que tropezó cuando salió del tren fantasma en la estación Constitución: "Soy del viento, soy tus ganas para volar. Soy la que sabe volar con tu aliento."
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domingo, 8 de julio de 2012
domingo, 22 de abril de 2012
Nunca se dijeron adios
Esa noche fueron al fin del mundo y regresaron en un taxi por Corrientes, como si no pasará nada, como si todo fuera tan corriente y como confundir a Costa Rica con una isla. Eran otros tiempos y otros otoños ya idos y perdidos, y confundidos. Eran tantas flores regaladas. Eran solo estos pixeles en el blanco de tu indecisión.
Fue entonces cuando decidieron callar en su camino de regreso, solo mirándose de reojo y tragándose tanto viento frío que quiebra cualquier garganta profunda. Se escucharon sin hablarse, y se perdieron sin encontrarse, se dedicaron canciones sin escucharse. Se volvieron rock n´roll.
El se fue sin explicarle con suficiente claridad que nada es tan real como pintar, que nada es tan irreal como querer y que en cualquier superficie se puede volver a soñar. La recuerda subiéndose su blusa hasta su ombligo maldito, tirada en la cama de esa casa inventada, solo para no tener una excusa de no llorar para siempre y de no saber de antemano que terminarían yendo tan lejos para darse cuenta que estaban uno al lado del otro y nunca, nunca se dijeron adios.
Fue entonces cuando decidieron callar en su camino de regreso, solo mirándose de reojo y tragándose tanto viento frío que quiebra cualquier garganta profunda. Se escucharon sin hablarse, y se perdieron sin encontrarse, se dedicaron canciones sin escucharse. Se volvieron rock n´roll.
El se fue sin explicarle con suficiente claridad que nada es tan real como pintar, que nada es tan irreal como querer y que en cualquier superficie se puede volver a soñar. La recuerda subiéndose su blusa hasta su ombligo maldito, tirada en la cama de esa casa inventada, solo para no tener una excusa de no llorar para siempre y de no saber de antemano que terminarían yendo tan lejos para darse cuenta que estaban uno al lado del otro y nunca, nunca se dijeron adios.
miércoles, 4 de abril de 2012
Tanto rojo imposible.
Tenía zapatos color naranja, de esos finos, de cuero original y con los que bailaría hasta a el más romántico de todos los blue(s). Una blusa satinada y pasada de moda, también color naranja y que brillaba cada cinco minutos o cuando la luna tempranera quisiera. Escote, cuello en v y que solo dejaba ver el rojo de sus profundas pasiones. Ni siquiera sus medias moradas delataban sus 25 años tan bien sufridos.
Pintaba de negro sus recuerdos, sus ojos y esa tarea olvidada de su último curso cualquiera. No acostumbraba a levantar la mirada cuando estaba ocupada, pues sabía, no solo que podría salirse de sus límites, sino también comerse a cualquiera. Tampoco lo hizo en esos minutos eternos y mágicos que unen al cemento moderno con el bosque melancólico.
Sabía cantar rancheras a todo pulmón, huir de cualquier ataque desde y hacia el corazón y sonreír de emoción siempre que encontraba una sinrazón más para equilibrar su sonrisa perfecta; perfecta y perdida en la capital de un gran mal país y en los labios de otro, otro que seguro nunca la aprendió a besar.
La vi bajar del bondi, sin explicación alguna, en el medio de la nada, arrojando con el rumor de su cabello corto cualquier buen impulso de un mal piropo porteño en esa tarde somnolienta, calurosa y pegajosa del otoño del 87. La recuerdo flotando, elevada, soñando, como quien sabe entender y ponerle puntos suspensivos a su vida y a los demás y al resto también, tan orgullosa en el fondo, de saber haber hecho perder a uno más por el medio de su cordillera frutal tropical y de tanto rojo imposible.
Pintaba de negro sus recuerdos, sus ojos y esa tarea olvidada de su último curso cualquiera. No acostumbraba a levantar la mirada cuando estaba ocupada, pues sabía, no solo que podría salirse de sus límites, sino también comerse a cualquiera. Tampoco lo hizo en esos minutos eternos y mágicos que unen al cemento moderno con el bosque melancólico.
Sabía cantar rancheras a todo pulmón, huir de cualquier ataque desde y hacia el corazón y sonreír de emoción siempre que encontraba una sinrazón más para equilibrar su sonrisa perfecta; perfecta y perdida en la capital de un gran mal país y en los labios de otro, otro que seguro nunca la aprendió a besar.
La vi bajar del bondi, sin explicación alguna, en el medio de la nada, arrojando con el rumor de su cabello corto cualquier buen impulso de un mal piropo porteño en esa tarde somnolienta, calurosa y pegajosa del otoño del 87. La recuerdo flotando, elevada, soñando, como quien sabe entender y ponerle puntos suspensivos a su vida y a los demás y al resto también, tan orgullosa en el fondo, de saber haber hecho perder a uno más por el medio de su cordillera frutal tropical y de tanto rojo imposible.
jueves, 22 de marzo de 2012
A rodar la vida
Cuando decidieron rodar barranca abajo por aquella olvidada calle del bajo Belgrano andaban en esa bici playera comprada con los restos del verano pasado, con los esfuerzos de tanto bochorno juntos. Él la llevaba en el marco de la bicicleta cual historia de la primavera colorida en una campiña francesa, donde, como acontecimiento extraño cada agosto se daban piñas dulces y jugosas, de esas del trópico. Mientras tanto, ella se dejaba desordenar el cabello al vaivén de las músicas de moda de otra generación perdida. Cantaban juntos sin importar la letra ni la distancia, incluso las diez cuadras que rodaron, nunca fueron suficientes para poder terminar el coro de la novena canción infinita. Ese era su especie de Strawberry fields forever donde se cultivaba frutilla y se soñaba en technicolor; era el picnic con la baguette no francesa en plena Costanera, junto al rio de color plata, junto al lodo y del todo. Era el viento de aquella sabana, no sábana, mojada en el valle de la luna.
9000 vueltas dio la bici, rodaron justo hasta la carrilera del tren y se salvaron por 10 segundos mágicos de ser arrollados por la locomotora de la vida oportuna y tal vez soñada.
A ella la encontraron contando las estrellas en orden descendente nombrándolas con apellidos y fecha de nacimiento una por una, con la mirada perdida y sin más prenda que sus cucos color fucsia traídos del exterior, directamente de la última colección de los secretos de una tal Victoria. A él lo encontraron enredado en cada palabra que no pronunció, envidiando a los dinosaurios que se extinguieron y renegando de los que se convirtieron en discjockeys. Estaba hecho puro recuerdo roto, intentando dilucidar el segundo casual del tiempo incontable de los relojes de arena del desierto, en el cual le dijo a ella, que ya eran las horas, de una vez por todas, de echarse a rodar la vida.
9000 vueltas dio la bici, rodaron justo hasta la carrilera del tren y se salvaron por 10 segundos mágicos de ser arrollados por la locomotora de la vida oportuna y tal vez soñada.
A ella la encontraron contando las estrellas en orden descendente nombrándolas con apellidos y fecha de nacimiento una por una, con la mirada perdida y sin más prenda que sus cucos color fucsia traídos del exterior, directamente de la última colección de los secretos de una tal Victoria. A él lo encontraron enredado en cada palabra que no pronunció, envidiando a los dinosaurios que se extinguieron y renegando de los que se convirtieron en discjockeys. Estaba hecho puro recuerdo roto, intentando dilucidar el segundo casual del tiempo incontable de los relojes de arena del desierto, en el cual le dijo a ella, que ya eran las horas, de una vez por todas, de echarse a rodar la vida.
domingo, 12 de febrero de 2012
Perderse.
Entonces se sentó en el obelisco, sola con sus maletas, sin su negro pero con su dolor. Sin saber por qué. El pasó sin verla, ella sin sentirlo. Tampoco se vieron cuando llegaron, cuando partieron, ni cuando no se encontraron en ese viaje maravilla a las cascadas de la alegría brasilera. Sú único motivo fue cruzarse de vez en cuando, desandar los pasos del otro con la certeza única de que en algún punto se unirían.
Ese único día en que empezó éste cuento mágico él quiso pedirle un autógrafo, que tatuara en su piel las seis letras de dama mientras el se perdía en su miopía, en su mirada, en su locura, en su afán, en su show. No fue ni lo uno ni lo otro, en eso consiste la magia. Encontrarse se trata de eso, de saberse perder.
Desde entonces ella sabe perderse, a veces le tocó a los golpes, a veces a las sonrisas, siempre supo hacerlo, tanto que sigue por ahí, cantando en la ducha y bailando en los buses rojos. De él solo se sabe que se dedicó a caminar, a preguntarse dónde estaba realmente mientras se aprendía las calles de memoria, y los sabores sin sabores tropicales se los pasaba con el alcohol de las heridas. En su camino y en su destino solo ve una espalda, un back de vuelta, un castillo por construir y un cuarto con fondo azul celeste que diga: Buenos Aires.
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