Ese verano Amaranta decidió pasarla en la casa de playa de la familia. Una casa grande, de ventanas inmensas y vientos revueltos, de serenatas de nubes, hamacas de lino y mecedoras de mimbre. Una casa ubicada en la esquina primera en el punto final, a la izquierda, al fondo y cuyo único problema era que la vista, aquel balcón colonial, no daba al mar, sino a la plaza de aquella revolución perdida. Ahí se sentaba ella todas las mañanas, con su vestido de flores y su olor de perfume barato a tomar el sol, a esperar el fin del mundo y de vez en cuando a mirar al loco de turno.
La plaza pasaba generalmente desapercibida; las estatuas de los próceres ilustren hablaban entre sí de los trofeos de tantas guerras perdidas y los pocos que se aventuraban a pasar por ahí morían derretidos del calor de las 12 que se prolongaba por 24 horas. En una esquina, estaba la casa del nobel, quien solo salía los domingos a las tres en punto, por la puerta de atrás, se pegaba a las paredes y en puntillas pasaba hasta el camino al mar mientras cantaba vallenatos al revés y en inglés. Todos sabían que el vivía allí, pero nunca lo vieron; incluso dudaban de que la casa fuera real.
Al otro costado, en posición contraria a la casa de Amaranta, estaba la casa de Ausencia Santander. Allí iba cada tarde Florentino Ariza, como un ritual sagrado, sin explicaciones convincentes y siempre sin almorzar. Ausencia lo esperaba sin ropa y sin pretensiones, sin angustias de su edad y sin candados a la vista. Era la única forma de esperar el regreso de su capitán de los siete mares del olvido.
Pero esa tarde del eclipse solar, cuando todo oscureció y Sierva María pegó un grito desde el convento al otro lado de la ciudad, Florentino, ebrio de ron sabanero confundió el norte con el sur, y la derecha con la izquierda y solo le faltó confundir el arriba con el abajo y el dulce con la sal. Así que entró como un estampido por la puerta de aquella familia desconocida, y como si la conociera desde siempre, subió hasta el balcón mientras se desnudaba sin pudor, dejando un camino de regreso para la urgencia y se sorprendió cuando la vio en la mecedora y no en la hamaca dispuesta. Frenó en seco cuando descubrió su vestido de hippie. Caminó hasta ella y le increpó por su ausencia. La miró de frente y le preguntó a gritos donde había dejado a su Santander. La tomó de la mano para ver si era real y no de sal petrificada.
Ella sin decir palabra solo sonrío y lo miró con lástima. Y cuando el se sintió derrotado le explicó que había tardado cien años de soledad en llegar, que a ella se la habían comido las hormigas y que la verdadera ausencia era la de él, y que ni pretendiera que escribiendo telegramas en inglés, con i nada volvería a ser lo mismo. Le explicó que lo conoció en otra vida y que ese instante, ese estampido absurdo en que se conocieron no eran dignos de este mundo absurdo.
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