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lunes, 24 de noviembre de 2014

Morir de amor

Esa noche, estrellada contra el mundo, oscura por dentro y en sus uñas la devolvió en el tiempo a una película inocente, a un volcán que nunca estalló, a una montaña rusa que nunca montó.  Pero estaba ahí, ausente de toda calle, revoltosa de cada frase, pendiente de cada niña bien, como odiándolas de repente, como en retroceso, como muchas horas en flota.  Estaba ahí y no se iba a ir.
Fue la última vez que se dejó ver, fue la primera vez que no quiso que la vieran. Nunca nada le coincidía en la vida y no iba a ser la excepción.  Se pusieron la misma camiseta, se citaron a las diez, llegaron a las nueve, se mataron a las ocho.
Fue con su vestido rojo, con su sombrero de paja, con sus abarcas obligadas. Con su andar envenenado. Sin ropa interior. Fumó pasada las seis, recordó las tres calaveras de Colón y la mariposa tatuada en su espalda. Soñó con el Londres a la que nunca la llevaron.   Había tomado la decisión diez años atrás, cuando la castigaron y la dejaron sin la feria y solo con el tango. Creció con ese bandoneón destartalado y oloroso a puerto perdido, a playa desnuda, a sal en sus brazos. Ella fue la primera que vio como Amaranta se comía las paredes; la primera que supo que las hormigas iban a acabar con el imperio, la primera que uso audífonos para transportarse, la última que leyó los cuentos prohibidos. 
Nunca retomó el tema en esos diez años y vivió a sus anchas, feliz e incongruente, asediada por flores y caballeros locos que llegaban al balcón imaginario cada noche y le cantaban vallenatos de moda, y que cada vez que ella salía a escucharlos le reclamaban por qué se había cortado el pelo. Aprendió el placer en la red, en los caminos a las playas más lejanas, en las noches en las que el sol no se acostaba.
Esa última noche a las siete y cincuenta, abrió su calendario de Nirvana, escribió al revés "Nada más queda" en aquel cuadrado del veinte y siete bisiesto y se sentó a esperarlo. Se sacó los ojos y se desconectó el corazón. Y solo cuando el llegó con un suspiro le dijo: "Benditos los surcos de dolores de aquellas calesitas que giraban sin parar aquella maldita noche en que decidiste cantarme con frases inconclusas. Malas horas para no dejarme montar en la montaña rusa. Te devuelvo tu cóctel, tu quizá, tu jamás.  Y me llevó sin querer el olvido que es de mi propiedad.  No me sigas, porque estaré.  No me tientes porque vendré.  No me llames porque cantaré."  El, sin hacer ningún gesto la escuchó en silencio, la agarró fuerte de la mano blanca y tibia y cuando ella terminó, cuando le iba a contestar, se derritió sin explicación alguna.  Cuentan, de aquel hombre al que nadie conoció que coleccionaba borradores de tablero que en su acta de defunción anotaron sin prisa: Murió de amor.

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