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domingo, 9 de noviembre de 2014

Variable

Decidió comprar 365 blusas iguales; todas blancas, de lino. Pensando en el calor de las diez y que el acto de vestirse y desvestirse no tardara demasiado tiempo en su agenda.
También compró 365 pantalones negros, 365 pares de zapatos, negros también. Quería garantizar un perfecto contraste, como estar entre el ayer y el futuro.
No usaba joyas, mucho menos anillos y su peinado iba era una sola cola, larga y ajustada con dos ganchos casuales, imperceptibles. Los aretes tampoco estaban en sus planes.
Se maquillaba solo con labial rojo y antes de cumplir su cita diaria iba a tomar un tinto sin azúcar en la panadería de la esquina.

Se despertaba a las cuatro, estaba listo a las cuatro y media. Tiempo suficiente para cantar en la ducha su canción favorita, destender la cama y tachar con una X en la pared el día del calendario.
A las cuatro y media salía de casa y daba tres vueltas al pueblo, contando, sin fallar, todas las ventanas azules.  Era solo una rutina, para esperar que abrieran la cafetería.  Las contaba sin mirar, pues había perfeccionado su acto de contarlas con la mente, pasando frente a ellas. Incluso sabía su forma, su tamaño. Y nunca nadie le enseño a tomar fotos ninja mentales.

La panadería la abrían a las siete.  Ella entraba y se sentaba de espalda al parque. Fijaba su mirada en el reloj y cada cinco minutos volteaba la mirada para ver si el hombre de madera aún estaba allí. Lo miraba con amor, con su mirada de piedra. Con su maldita sea.  La chica de la cafetería estaba acostumbrada, pero cada mañana faltando cinco para las siete, volteaba al señor de piedra, intentando alejarlo, protegiéndolo un poco. Nunca funcionaba.  La mirada de ella, parecía que lo movía.

Con el tinto sabía conversar. Se preguntaban cosas, se cuestionaban y sin quererlo planeaban el día. Era una amistad infinita, profunda y oscura.  Duraban quince minutos hablando.  Luego salía de la cafetería, doblaba a la izquierda y caminaba en línea recta hasta la esquina contraria. Miraba al balcón cerrado donde el libertador le escribió a Manuelita una carta de amor que nunca le envío, y terminó arrugando y botando por aquel balcón.  Dicen que la carta, aún sobrevuela el cañon del chicamocha.  Luego caminaba nueve pasos en dirección a la catedral, y sin pensarlo se sentaba en la banca de piedra amarilla, con la mirada perdida y la sonrisa congelada. Como burlándose del reloj.

No miraba a ninguna parte, pero se sabía la cara de todos los turistas que llegaban a aquel pueblo fantasioso. Se sabía cada una de las placas de los carros en los que venían. Y mientras ellos la miraban, como tratándole de preguntar si estaba perdida, o a quién esperaba, ella hacía operaciones matemáticas increíbles tratando de hallar la variable que la condujo sin querer a esa vida absoluta.

Así pasaba todo el resto del día, sin importar el calor, la lluvia, o si había o no había turistas. Si le tomaban fotos o si simplemente alguien del pueblo creía reconocerla.   Estaba hasta las nueve de la noche, justo cuando el sacristan bajaba de la catedral y en un gesto imperceptible para el resto del mundo le picaba el ojo y le deseaba las buenas noches.  Entonces ella regresaba, no sin antes pasar por el convento, donde a la luz del farol se desnuba y cuidadosamente doblaba la blusa blanca, el pantalón negro y los dejaba a la puerta, sobre los zapatos.   Luego, desnuda caminaba hasta su casa, tendía la cama y dormía hasta el otro día sin pensar en nada.

En el convento, siempre, antes de averiguar por el origen de aquellas donaciones, siempre agradecieron en silencio el gesto. Les servía para aumentar sus campañas sociales y su relación con los pobladores, sobre todo con los llegados de la capital.  En la cafetería nunca la interrogaron, y el sacristan nunca contó a nadie sus deseos...

Todo fue igual, hasta ese día, en que de una nave espacial bajaron dos seres extraños y citadinos. Montañeros, pero recorridos.   Y en una suerte de batalla campal, en un sueño de verano, empezaron a mirarla. El, sin dudarlo, dijo que ella no existía, que era un invento y que por lo tanto ellos también lo eran.  Ella un poco menos creyente, más tímida, lo contrarió y dijo que no era una historia interesante, y que asi fuera verdad o mentira era muy aburrido estar en un mismo lugar todo el día.
Fue la única vez que se levantó de la silla de piedra, que se sintió incomoda, dio vueltas en silencio tratando de continuar sus cálculos, evitando mirarlos de verdad.  Se controló y volvió a sentarse y a mirar el balcón. Sin embargo, quedó intranquila, y supo para siempre que el resto de mudas de ropa no le harían falta. Había hallado la variable que faltaba.

Cuando ellos se pusieron a tomar fotos, y a secarse el sudor en dirección a los hoteles de moda. Ella los siguió, los persiguió, como si fuera una sombra más, como un viento que refresca, como una pregunta que incomoda.  Entró con ellos a la panadería, y en secretó le hablo al hombre de madera al oído. Lo citó a las afueras del pueblo, justo antes de las tres. Justo antes de que ellos volvieran a pasar por aquel valle de bravura y colores verdes.

Cuentan entonces, que ella sale con esa misma muda de ropa, con esa mirada de piedra, en las fotos que le toman a aquel angel al lado del camino, que se le ve sonriente y que su mirada está dirigida al otro lado de la carretera, donde en un taller de piedra, el la mira desconsolado, le dice te quiero de madrugada y de vez en cuando le tira picos en el aire que llegan a ella gracias a los vientos de un agosto eterno.   Cuentan también que la señora que está en el parque, todos los días en el mismo sitio y a todas horas, solo es una monjita que se volvió loca y que está ahí solo esperando que el sacristan ahora le pare bolas a ella.  Y que el hombre de madera de la panadería, es de mentiras, y cuyo único objetivo es engañar a turistas que de vez en cuando escriben bobadas.






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