La lluvía se detuvo.
La cámara también.
Metrolínea frenó en seco.
El barrio de la universidad estalló en pucheros.
No había una protesta estudiantil.
No quedo filmado.
No hubo registro.
Parecía 1996, o el 2006.
Las partículas de polvo mágico como en Otoño.
El río empezó a fluir hacia atrás.
Las piedras contaron sus secretos.
La matemática hizo su efecto.
Nadie los vio.
Nadie los reconocería.
Ninguno existía.
Multiplicar, dividir, integrar, derivar.
Silicio.
Silencio.
Es como la e sin los tres elementos.
La montaña y la hamaca.
El cielo se convirtió en papel de dibujo.
La miopía.
Las cifras que no cuadran.
La música.
Escribir con calma.
Ese día trasladaron a Tunja de lugar.
A ellos de universo.
Y a todos los demas los descabezaron sin reproche alguno.
La noche del diez y del seis.
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domingo, 16 de noviembre de 2014
domingo, 9 de noviembre de 2014
Variable
Decidió comprar 365 blusas iguales; todas blancas, de lino. Pensando en el calor de las diez y que el acto de vestirse y desvestirse no tardara demasiado tiempo en su agenda.
También compró 365 pantalones negros, 365 pares de zapatos, negros también. Quería garantizar un perfecto contraste, como estar entre el ayer y el futuro.
No usaba joyas, mucho menos anillos y su peinado iba era una sola cola, larga y ajustada con dos ganchos casuales, imperceptibles. Los aretes tampoco estaban en sus planes.
Se maquillaba solo con labial rojo y antes de cumplir su cita diaria iba a tomar un tinto sin azúcar en la panadería de la esquina.
Se despertaba a las cuatro, estaba listo a las cuatro y media. Tiempo suficiente para cantar en la ducha su canción favorita, destender la cama y tachar con una X en la pared el día del calendario.
A las cuatro y media salía de casa y daba tres vueltas al pueblo, contando, sin fallar, todas las ventanas azules. Era solo una rutina, para esperar que abrieran la cafetería. Las contaba sin mirar, pues había perfeccionado su acto de contarlas con la mente, pasando frente a ellas. Incluso sabía su forma, su tamaño. Y nunca nadie le enseño a tomar fotos ninja mentales.
La panadería la abrían a las siete. Ella entraba y se sentaba de espalda al parque. Fijaba su mirada en el reloj y cada cinco minutos volteaba la mirada para ver si el hombre de madera aún estaba allí. Lo miraba con amor, con su mirada de piedra. Con su maldita sea. La chica de la cafetería estaba acostumbrada, pero cada mañana faltando cinco para las siete, volteaba al señor de piedra, intentando alejarlo, protegiéndolo un poco. Nunca funcionaba. La mirada de ella, parecía que lo movía.
Con el tinto sabía conversar. Se preguntaban cosas, se cuestionaban y sin quererlo planeaban el día. Era una amistad infinita, profunda y oscura. Duraban quince minutos hablando. Luego salía de la cafetería, doblaba a la izquierda y caminaba en línea recta hasta la esquina contraria. Miraba al balcón cerrado donde el libertador le escribió a Manuelita una carta de amor que nunca le envío, y terminó arrugando y botando por aquel balcón. Dicen que la carta, aún sobrevuela el cañon del chicamocha. Luego caminaba nueve pasos en dirección a la catedral, y sin pensarlo se sentaba en la banca de piedra amarilla, con la mirada perdida y la sonrisa congelada. Como burlándose del reloj.
No miraba a ninguna parte, pero se sabía la cara de todos los turistas que llegaban a aquel pueblo fantasioso. Se sabía cada una de las placas de los carros en los que venían. Y mientras ellos la miraban, como tratándole de preguntar si estaba perdida, o a quién esperaba, ella hacía operaciones matemáticas increíbles tratando de hallar la variable que la condujo sin querer a esa vida absoluta.
Así pasaba todo el resto del día, sin importar el calor, la lluvia, o si había o no había turistas. Si le tomaban fotos o si simplemente alguien del pueblo creía reconocerla. Estaba hasta las nueve de la noche, justo cuando el sacristan bajaba de la catedral y en un gesto imperceptible para el resto del mundo le picaba el ojo y le deseaba las buenas noches. Entonces ella regresaba, no sin antes pasar por el convento, donde a la luz del farol se desnuba y cuidadosamente doblaba la blusa blanca, el pantalón negro y los dejaba a la puerta, sobre los zapatos. Luego, desnuda caminaba hasta su casa, tendía la cama y dormía hasta el otro día sin pensar en nada.
En el convento, siempre, antes de averiguar por el origen de aquellas donaciones, siempre agradecieron en silencio el gesto. Les servía para aumentar sus campañas sociales y su relación con los pobladores, sobre todo con los llegados de la capital. En la cafetería nunca la interrogaron, y el sacristan nunca contó a nadie sus deseos...
Todo fue igual, hasta ese día, en que de una nave espacial bajaron dos seres extraños y citadinos. Montañeros, pero recorridos. Y en una suerte de batalla campal, en un sueño de verano, empezaron a mirarla. El, sin dudarlo, dijo que ella no existía, que era un invento y que por lo tanto ellos también lo eran. Ella un poco menos creyente, más tímida, lo contrarió y dijo que no era una historia interesante, y que asi fuera verdad o mentira era muy aburrido estar en un mismo lugar todo el día.
Fue la única vez que se levantó de la silla de piedra, que se sintió incomoda, dio vueltas en silencio tratando de continuar sus cálculos, evitando mirarlos de verdad. Se controló y volvió a sentarse y a mirar el balcón. Sin embargo, quedó intranquila, y supo para siempre que el resto de mudas de ropa no le harían falta. Había hallado la variable que faltaba.
Cuando ellos se pusieron a tomar fotos, y a secarse el sudor en dirección a los hoteles de moda. Ella los siguió, los persiguió, como si fuera una sombra más, como un viento que refresca, como una pregunta que incomoda. Entró con ellos a la panadería, y en secretó le hablo al hombre de madera al oído. Lo citó a las afueras del pueblo, justo antes de las tres. Justo antes de que ellos volvieran a pasar por aquel valle de bravura y colores verdes.
Cuentan entonces, que ella sale con esa misma muda de ropa, con esa mirada de piedra, en las fotos que le toman a aquel angel al lado del camino, que se le ve sonriente y que su mirada está dirigida al otro lado de la carretera, donde en un taller de piedra, el la mira desconsolado, le dice te quiero de madrugada y de vez en cuando le tira picos en el aire que llegan a ella gracias a los vientos de un agosto eterno. Cuentan también que la señora que está en el parque, todos los días en el mismo sitio y a todas horas, solo es una monjita que se volvió loca y que está ahí solo esperando que el sacristan ahora le pare bolas a ella. Y que el hombre de madera de la panadería, es de mentiras, y cuyo único objetivo es engañar a turistas que de vez en cuando escriben bobadas.
También compró 365 pantalones negros, 365 pares de zapatos, negros también. Quería garantizar un perfecto contraste, como estar entre el ayer y el futuro.
No usaba joyas, mucho menos anillos y su peinado iba era una sola cola, larga y ajustada con dos ganchos casuales, imperceptibles. Los aretes tampoco estaban en sus planes.
Se maquillaba solo con labial rojo y antes de cumplir su cita diaria iba a tomar un tinto sin azúcar en la panadería de la esquina.
Se despertaba a las cuatro, estaba listo a las cuatro y media. Tiempo suficiente para cantar en la ducha su canción favorita, destender la cama y tachar con una X en la pared el día del calendario.
A las cuatro y media salía de casa y daba tres vueltas al pueblo, contando, sin fallar, todas las ventanas azules. Era solo una rutina, para esperar que abrieran la cafetería. Las contaba sin mirar, pues había perfeccionado su acto de contarlas con la mente, pasando frente a ellas. Incluso sabía su forma, su tamaño. Y nunca nadie le enseño a tomar fotos ninja mentales.
La panadería la abrían a las siete. Ella entraba y se sentaba de espalda al parque. Fijaba su mirada en el reloj y cada cinco minutos volteaba la mirada para ver si el hombre de madera aún estaba allí. Lo miraba con amor, con su mirada de piedra. Con su maldita sea. La chica de la cafetería estaba acostumbrada, pero cada mañana faltando cinco para las siete, volteaba al señor de piedra, intentando alejarlo, protegiéndolo un poco. Nunca funcionaba. La mirada de ella, parecía que lo movía.
Con el tinto sabía conversar. Se preguntaban cosas, se cuestionaban y sin quererlo planeaban el día. Era una amistad infinita, profunda y oscura. Duraban quince minutos hablando. Luego salía de la cafetería, doblaba a la izquierda y caminaba en línea recta hasta la esquina contraria. Miraba al balcón cerrado donde el libertador le escribió a Manuelita una carta de amor que nunca le envío, y terminó arrugando y botando por aquel balcón. Dicen que la carta, aún sobrevuela el cañon del chicamocha. Luego caminaba nueve pasos en dirección a la catedral, y sin pensarlo se sentaba en la banca de piedra amarilla, con la mirada perdida y la sonrisa congelada. Como burlándose del reloj.
No miraba a ninguna parte, pero se sabía la cara de todos los turistas que llegaban a aquel pueblo fantasioso. Se sabía cada una de las placas de los carros en los que venían. Y mientras ellos la miraban, como tratándole de preguntar si estaba perdida, o a quién esperaba, ella hacía operaciones matemáticas increíbles tratando de hallar la variable que la condujo sin querer a esa vida absoluta.
Así pasaba todo el resto del día, sin importar el calor, la lluvia, o si había o no había turistas. Si le tomaban fotos o si simplemente alguien del pueblo creía reconocerla. Estaba hasta las nueve de la noche, justo cuando el sacristan bajaba de la catedral y en un gesto imperceptible para el resto del mundo le picaba el ojo y le deseaba las buenas noches. Entonces ella regresaba, no sin antes pasar por el convento, donde a la luz del farol se desnuba y cuidadosamente doblaba la blusa blanca, el pantalón negro y los dejaba a la puerta, sobre los zapatos. Luego, desnuda caminaba hasta su casa, tendía la cama y dormía hasta el otro día sin pensar en nada.
En el convento, siempre, antes de averiguar por el origen de aquellas donaciones, siempre agradecieron en silencio el gesto. Les servía para aumentar sus campañas sociales y su relación con los pobladores, sobre todo con los llegados de la capital. En la cafetería nunca la interrogaron, y el sacristan nunca contó a nadie sus deseos...
Todo fue igual, hasta ese día, en que de una nave espacial bajaron dos seres extraños y citadinos. Montañeros, pero recorridos. Y en una suerte de batalla campal, en un sueño de verano, empezaron a mirarla. El, sin dudarlo, dijo que ella no existía, que era un invento y que por lo tanto ellos también lo eran. Ella un poco menos creyente, más tímida, lo contrarió y dijo que no era una historia interesante, y que asi fuera verdad o mentira era muy aburrido estar en un mismo lugar todo el día.
Fue la única vez que se levantó de la silla de piedra, que se sintió incomoda, dio vueltas en silencio tratando de continuar sus cálculos, evitando mirarlos de verdad. Se controló y volvió a sentarse y a mirar el balcón. Sin embargo, quedó intranquila, y supo para siempre que el resto de mudas de ropa no le harían falta. Había hallado la variable que faltaba.
Cuando ellos se pusieron a tomar fotos, y a secarse el sudor en dirección a los hoteles de moda. Ella los siguió, los persiguió, como si fuera una sombra más, como un viento que refresca, como una pregunta que incomoda. Entró con ellos a la panadería, y en secretó le hablo al hombre de madera al oído. Lo citó a las afueras del pueblo, justo antes de las tres. Justo antes de que ellos volvieran a pasar por aquel valle de bravura y colores verdes.
Cuentan entonces, que ella sale con esa misma muda de ropa, con esa mirada de piedra, en las fotos que le toman a aquel angel al lado del camino, que se le ve sonriente y que su mirada está dirigida al otro lado de la carretera, donde en un taller de piedra, el la mira desconsolado, le dice te quiero de madrugada y de vez en cuando le tira picos en el aire que llegan a ella gracias a los vientos de un agosto eterno. Cuentan también que la señora que está en el parque, todos los días en el mismo sitio y a todas horas, solo es una monjita que se volvió loca y que está ahí solo esperando que el sacristan ahora le pare bolas a ella. Y que el hombre de madera de la panadería, es de mentiras, y cuyo único objetivo es engañar a turistas que de vez en cuando escriben bobadas.
lunes, 3 de noviembre de 2014
No rima y no sabes.
Quitaron el árbol, se llevaron el olor.
Te llevaste la improvisación.
Era Barcelona y era aquel catalán.
Era tanto dolor.
La curva de la esquina con letras.
Letras invertidas. Situaciones improvisadas.
Palabras gastadas.
Y solo pude decirte un poco mientras.
El sueño de un mar y una vida no tan cosquillosa.
Los edificios haciendo fila, sin desordenarse.
El puerto maloliente. Tu bla bla bla.
Bajar a tu vientre en bicicleta, o cosa maravillosa.
Aquel olor bien se ha ido, o se lo han llevado.
El bocadillo, el tinto, el dulce de las cuatro. Las tres.
La corchea y la flauta dulce. Decir embustes.
Se nota lo que me has dejado.
La princesa del cuento de hadas.
Amaranta que no tiene tumba.
Irse de rumba, bailar con palabras.
Posar para el fracaso con lo que me das.
Matar por las tardecitas sin ciencia.
Componer. Quitar. Poner. Cantar sin ducha.
Las posibilidades. Sumar y restar.
Prender el sol es la esencia.
El último verso siempre empieza al comienzo.
El tren de las cinco. La sobredosis de tristeza.
Las muecas que se mezclan con lo que ya ves: esto no rima.
No. sabes lo que (te) pienso.
Te llevaste la improvisación.
Era Barcelona y era aquel catalán.
Era tanto dolor.
La curva de la esquina con letras.
Letras invertidas. Situaciones improvisadas.
Palabras gastadas.
Y solo pude decirte un poco mientras.
El sueño de un mar y una vida no tan cosquillosa.
Los edificios haciendo fila, sin desordenarse.
El puerto maloliente. Tu bla bla bla.
Bajar a tu vientre en bicicleta, o cosa maravillosa.
Aquel olor bien se ha ido, o se lo han llevado.
El bocadillo, el tinto, el dulce de las cuatro. Las tres.
La corchea y la flauta dulce. Decir embustes.
Se nota lo que me has dejado.
La princesa del cuento de hadas.
Amaranta que no tiene tumba.
Irse de rumba, bailar con palabras.
Posar para el fracaso con lo que me das.
Matar por las tardecitas sin ciencia.
Componer. Quitar. Poner. Cantar sin ducha.
Las posibilidades. Sumar y restar.
Prender el sol es la esencia.
El último verso siempre empieza al comienzo.
El tren de las cinco. La sobredosis de tristeza.
Las muecas que se mezclan con lo que ya ves: esto no rima.
No. sabes lo que (te) pienso.
domingo, 26 de octubre de 2014
Nada ahora existe.
Hubo un tiempo en el que los reloj no andaban.
Hubo un día en que no extrañé.
Hubo un instante en el que enloquecí.
También recuerdo colores, balones, rayones.
Rayarme, así fuera los tenis. Trazar círculos, cavar laberintos, contar hormigas.
El día que Amaranta subió al cielo cual Remedios la Bella todas las cadenas de televisión lo transmitieron en directo. En el pequeño pueblo inexistente en el mapa fue una orden del gobierno tener un aparato del demonio y tomarse una selfie en el instante preciso.
Nadie vio esas fotos, todo estalló. Nadie lo recuerda, nadie lo cuenta.
Había un parque, con dos caminos que se cruzaban en cruz. Con Angela de esquina a esquina,
con Gloria en sentido contrario, con Paola subiendo, con Oscar bajando, con Gabriel jodiendo, con Andrea en la esquina, con un círculo en la mitad, conmigo bien perdido.
Había una banca.
Había una casa con farol y silla de esperar el tren. La 20-70.
Con escalera en espiral. Tomar Don Bosco, bajarse por la Quebrada Seca, pasar por la Leones, subir por la Biblioteca, color verde inolvidable.
Comprarle flores en Mercadefam.
La casa de la autopista, marrón aburrimiento.
Jugar batalla naval en una noche inventada.
Bailar Ballet en la luna, en el Luna, en La Boca.
Había un parque de diversiones con tacitas de té, carros chocones y sombrillas voladoras.
Con mosaicos en el piso, con la rueda triple, con el tren fantástico.
Con el lago y sus bicicletas.
Yo nunca fui a Disneylandia pero creí conocer a Blancanieves en la tele.
La tele era a blanco y negro. Ahí escuché a García.
He abierto la ventana tres veces, el calor después de la lluvia es insoportable.
Nada de lo anterior ahora existe.
- No te bancaste!
Le gritó el amante que había conocido la noche anterior, cuando ella decidió tirarse a la carrilera del tren. Ni siquiera sus tacones fueron un impedimento, ni siquiera los buenos aires, ni el rio, ni la santa, ni la María, ni la Catalina.
Se miró en el espejo por última vez, no sin antes preguntarle si era la más bella. El espejo fue la única vez que no le contestó. Miró al futuro. Cuando vio esa luz se quitó la reputación; también la pijama de seda lila. Desnuda, sola con sus tacones, su mejor compañía, recorrió el tren en sentido contrario a su dirección. Se paró al lado de la puerta de aquel tranvía de 1900, accionó el seguro oxidado, lo hizo frenar en seco, le sacó la lengua y saltó.
Cuentan que los pasajeros salieron despavoridos por las ventanas, que se perdieron muchos corazones, que los panes franceses de la cena quedaron tirados después de aquella frenada épica y que él, quedó en el mismo lugar, sentado y con la mirada perdida, con sus converse azul rayados con frases estúpidas, con su miopía no descubierta, con sus ganas infinitas. Como congelado en la escena.
Ahí en esa misma banca del tren, o de aquella casa de la avenida, escribió esta historia sin final.
El cuerpo de ella, dicen, deambula en la línea A. Que cada noche recorre cada una de las estaciones, esperando encontrarlo en alguna estación vendiendo rosas.
Nunca encontraron ningún rastro de las pertenencias de ella. Ni de su reputación en el tren, ni de los tacones en la carrilera.
Los 303 pasajeros fueron interrogados, y a excepción del frenazo intempestivo no recordaron nada.
En el reporte quedó escrito: "No hay evidencias suficientes, nada ahora existe."
Hubo un día en que no extrañé.
Hubo un instante en el que enloquecí.
También recuerdo colores, balones, rayones.
Rayarme, así fuera los tenis. Trazar círculos, cavar laberintos, contar hormigas.
El día que Amaranta subió al cielo cual Remedios la Bella todas las cadenas de televisión lo transmitieron en directo. En el pequeño pueblo inexistente en el mapa fue una orden del gobierno tener un aparato del demonio y tomarse una selfie en el instante preciso.
Nadie vio esas fotos, todo estalló. Nadie lo recuerda, nadie lo cuenta.
Había un parque, con dos caminos que se cruzaban en cruz. Con Angela de esquina a esquina,
con Gloria en sentido contrario, con Paola subiendo, con Oscar bajando, con Gabriel jodiendo, con Andrea en la esquina, con un círculo en la mitad, conmigo bien perdido.
Había una banca.
Había una casa con farol y silla de esperar el tren. La 20-70.
Con escalera en espiral. Tomar Don Bosco, bajarse por la Quebrada Seca, pasar por la Leones, subir por la Biblioteca, color verde inolvidable.
Comprarle flores en Mercadefam.
La casa de la autopista, marrón aburrimiento.
Jugar batalla naval en una noche inventada.
Bailar Ballet en la luna, en el Luna, en La Boca.
Había un parque de diversiones con tacitas de té, carros chocones y sombrillas voladoras.
Con mosaicos en el piso, con la rueda triple, con el tren fantástico.
Con el lago y sus bicicletas.
Yo nunca fui a Disneylandia pero creí conocer a Blancanieves en la tele.
La tele era a blanco y negro. Ahí escuché a García.
He abierto la ventana tres veces, el calor después de la lluvia es insoportable.
Nada de lo anterior ahora existe.
- No te bancaste!
Le gritó el amante que había conocido la noche anterior, cuando ella decidió tirarse a la carrilera del tren. Ni siquiera sus tacones fueron un impedimento, ni siquiera los buenos aires, ni el rio, ni la santa, ni la María, ni la Catalina.
Se miró en el espejo por última vez, no sin antes preguntarle si era la más bella. El espejo fue la única vez que no le contestó. Miró al futuro. Cuando vio esa luz se quitó la reputación; también la pijama de seda lila. Desnuda, sola con sus tacones, su mejor compañía, recorrió el tren en sentido contrario a su dirección. Se paró al lado de la puerta de aquel tranvía de 1900, accionó el seguro oxidado, lo hizo frenar en seco, le sacó la lengua y saltó.
Cuentan que los pasajeros salieron despavoridos por las ventanas, que se perdieron muchos corazones, que los panes franceses de la cena quedaron tirados después de aquella frenada épica y que él, quedó en el mismo lugar, sentado y con la mirada perdida, con sus converse azul rayados con frases estúpidas, con su miopía no descubierta, con sus ganas infinitas. Como congelado en la escena.
Ahí en esa misma banca del tren, o de aquella casa de la avenida, escribió esta historia sin final.
El cuerpo de ella, dicen, deambula en la línea A. Que cada noche recorre cada una de las estaciones, esperando encontrarlo en alguna estación vendiendo rosas.
Nunca encontraron ningún rastro de las pertenencias de ella. Ni de su reputación en el tren, ni de los tacones en la carrilera.
Los 303 pasajeros fueron interrogados, y a excepción del frenazo intempestivo no recordaron nada.
En el reporte quedó escrito: "No hay evidencias suficientes, nada ahora existe."
domingo, 19 de octubre de 2014
El día que estalló el sol.
La misma espalda de antes, cinco años después, con letras tatuadas, con rodillas a cuestas.
La misma chica de los 16, el bar vacío, la mesa callada, las fotos sonrientes.
El chico de los 90, la película que no hizo, el baño imposible, las cataratas congeladas.
La ruta por la pampa argentina, el vino, el deshacer, el corazón en el Rosario.
Juntos sin razón, la música detenida, la cámara que se detiene, frente a frente.
El bar en Constitución. Le grita con los ojos. Lo pellizca. La sal no sala pensaba cada mañana.
Plano cerrado, uñas amarillas, se recuesta al hombro, la acaricia. No la entiende.
Suena la canción, presten atención. Los amigos voltean, la tensión, la ciudad de la furia.
Tres días atrás estaba en su mecedora tejiendo su mortaja, esperando su muerte, la muerte, el silencio, el cólera que se desató justamente tres días después.
La ventana abierta, la luz del verano, el aire frío. Caballito. Se hablaban de edificio a edificio sin mirarse, las palabras flotaban y se estrellaban en cada verdulería, en la pizza de 10, en el gimnasio de las 10, en el café de La Plata, en la tienda de al frente. Pintadas por bírome.
Cinco días atrás estaba tirada en el tercer piso del edificio contrario, en el 241. Había maní.
Revisaban juntos la lectura de la clase moderna, planeaban la bomba estéreo.
¿Le puedo subir? - Preguntó.
El nunca entendió la pregunta. Pero esa noche, entre el funk y el soul, entre calaveras y diablillos, entre el reggae y la semana santa, la invitó a un pueblito que disvariaba entre el auxilio del mensaje de la madrugada y el bolso de donde sacó el caramelo con el que lo envenenó.
El mismo bar, años después de este post, yo escribiendo la primera parte de esta historia.
Pasar la tranca, el calefón, el locutorio, el hospital naval, el centenario. El rock n roll de los idiotas.
Los cafres y la cámara que vuelve y los enfoca. Un aula, de clases.
- Te ruego que respires todavía. Le escribe en un papel mientras en el cañón muestran un partido de fútbol, como si no bastará con la ciudad misma.
Siete días atrás estaban en la misma ciudad, en su borde. Son imágenes borrosas. Huelen feo como el rio en ese sector. Avellaneda, ocho de la mañana. El otro chico le hace un gesto obsceno a la cámara.
La luna brilla en el horizonte. Es la noche más larga del año. Es primavera carajo!
- Sueltame! La cámara autoenfoca. Un proyector los señala, ellos voltean y se ríen, es la bomba de un tiempo pasado mejor.
La chica es detenida años después en un hotel en Cartagena por un grupo de extranjeros que la secuestran creyendo que es el único personaje real existente después de cien años de soledad.
Al novio hippie lo encuentran ahorcado y enredado en los cables de Entel mientras hace de discjockey redentor y salvador de aquella que no se fue al cielo. También le encuentran un tweet atragantado en la boca.
El, muere de soledad esperando el último tren.
La última escena es cuando ella se va. Hay un abrazo antes, afuera del bar. No se ven los rostros, que son ocultados hábilmente por el director bajo un paraguas multicolor para protegerlos de una llovizna densa y una neblina sorprendente.
Macondo se desarmó entonces en miles de partículas infinitas, se enrarecieron los Buenos Aires, desapareció Rio, estalló el Sol.
Al final, no hay créditos.
La misma chica de los 16, el bar vacío, la mesa callada, las fotos sonrientes.
El chico de los 90, la película que no hizo, el baño imposible, las cataratas congeladas.
La ruta por la pampa argentina, el vino, el deshacer, el corazón en el Rosario.
Juntos sin razón, la música detenida, la cámara que se detiene, frente a frente.
El bar en Constitución. Le grita con los ojos. Lo pellizca. La sal no sala pensaba cada mañana.
Plano cerrado, uñas amarillas, se recuesta al hombro, la acaricia. No la entiende.
Suena la canción, presten atención. Los amigos voltean, la tensión, la ciudad de la furia.
Tres días atrás estaba en su mecedora tejiendo su mortaja, esperando su muerte, la muerte, el silencio, el cólera que se desató justamente tres días después.
La ventana abierta, la luz del verano, el aire frío. Caballito. Se hablaban de edificio a edificio sin mirarse, las palabras flotaban y se estrellaban en cada verdulería, en la pizza de 10, en el gimnasio de las 10, en el café de La Plata, en la tienda de al frente. Pintadas por bírome.
Cinco días atrás estaba tirada en el tercer piso del edificio contrario, en el 241. Había maní.
Revisaban juntos la lectura de la clase moderna, planeaban la bomba estéreo.
¿Le puedo subir? - Preguntó.
El nunca entendió la pregunta. Pero esa noche, entre el funk y el soul, entre calaveras y diablillos, entre el reggae y la semana santa, la invitó a un pueblito que disvariaba entre el auxilio del mensaje de la madrugada y el bolso de donde sacó el caramelo con el que lo envenenó.
El mismo bar, años después de este post, yo escribiendo la primera parte de esta historia.
Pasar la tranca, el calefón, el locutorio, el hospital naval, el centenario. El rock n roll de los idiotas.
Los cafres y la cámara que vuelve y los enfoca. Un aula, de clases.
- Te ruego que respires todavía. Le escribe en un papel mientras en el cañón muestran un partido de fútbol, como si no bastará con la ciudad misma.
Siete días atrás estaban en la misma ciudad, en su borde. Son imágenes borrosas. Huelen feo como el rio en ese sector. Avellaneda, ocho de la mañana. El otro chico le hace un gesto obsceno a la cámara.
La luna brilla en el horizonte. Es la noche más larga del año. Es primavera carajo!
- Sueltame! La cámara autoenfoca. Un proyector los señala, ellos voltean y se ríen, es la bomba de un tiempo pasado mejor.
La chica es detenida años después en un hotel en Cartagena por un grupo de extranjeros que la secuestran creyendo que es el único personaje real existente después de cien años de soledad.
Al novio hippie lo encuentran ahorcado y enredado en los cables de Entel mientras hace de discjockey redentor y salvador de aquella que no se fue al cielo. También le encuentran un tweet atragantado en la boca.
El, muere de soledad esperando el último tren.
La última escena es cuando ella se va. Hay un abrazo antes, afuera del bar. No se ven los rostros, que son ocultados hábilmente por el director bajo un paraguas multicolor para protegerlos de una llovizna densa y una neblina sorprendente.
Macondo se desarmó entonces en miles de partículas infinitas, se enrarecieron los Buenos Aires, desapareció Rio, estalló el Sol.
Al final, no hay créditos.
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