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sábado, 4 de abril de 2015

Click

- "Estar dentro de una foto, del otro lado, y no salir en ella.  En la escena, mirada desde otro lado. Es como no existir, pero ver todo, ver sobre todo cómo se hace, que pasa. Congelar los instantes, ver el click. Pensar con los ojos, determinar el segundo. Tener el poder de adelantar o atrasar según tu recuerdo, siempre evitando quedar congelado bajo el mismo frío, bajo la misma posibilidad."

Eso pensaba, en silencio, y con el pensamiento ido, Aureliano José esa tarde insoportable de marzo en que encontró aquella vieja fotografía de un pueblo en el que estuvo pero que no recordaba, porque nunca recordó, ni entendió, como salió de él. Recordaba haber llegado, haber estado, pero nunca haber salido, y por lo tanto, su memoria le decía que tal vez nunca había estado allí.

La foto, en sepia, como todas las que se toman en marzo fue tomada a las 9:06 am en la plaza de aquel pueblo, harían 10 grados de temperatura y el fotógrafo que disparaba la vieja cámara Nikon nunca se enteró quien era Aureliano José, pues el tampoco lo vio. Aureliano José tardó 15 años viajando alrededor del mundo buscando aquella foto hasta que la encontró en el lugar menos pensado revisando y leyendo cada uno de los libros de la biblioteca de Macando, justo después de que Amaranta lo dejo esperando para siempre en la esquina donde solo llovía.

Cuando la encontró, supo que era la foto que había estado buscando porque reconoció la conversación retratada, cada una de las frases e incluso el viejo reloj de la iglesia marcaba la hora exacta. Incluso reconoció el antes, el después, la foto anterior, la foto posterior. Le impactó tanto que nunca se fijo en si él salía o no en la foto. La único que hizo fue tomar aquel libro que hablaba de animales salvajes y llevárselo a casa y guardarlo en el viejo cuarto donde fue descubierto el hielo.  Aquel fue el único libro robado en la historia de Macando.

Cuentan, como siempre se cuentan las cosas, que todos aquellos que se toman una foto en el mismo lugar de aquella fotografía, nunca salen en ella. Y es como si el click se los tragase y aparecen muchos años después en Macondo, como en un universo paralelo, o tal vez como en la única y verdadera realidad.

domingo, 8 de marzo de 2015

Vendaval

    Amaranta se escondió de prisa en el locutorio tratando de esquivar la corriente de recuerdos inconclusos que la perseguía desde la facultad. Quiso comprar alfajores y cigarros para el resto del día pero su respiración alterada no se lo permitió, y al contrario se tropezó contra el estante de las aguas embotelladas en plástico, que a la vez derrumbó el estante de las galletitas, y que a la vez despertó de un golpe al encargado quién permanecía dormido desde tiempos inmemorables.

   Solo ella, toda una dama perdida en aquella ciudad mágica pudo controlar el ritmo de sus rodillas y no caer al piso en aquel momento.  Solo ella pudo mirarse de reojo frente al espejo y evitar despeinarse mientras agarraba las últimas Don Satur de la estantería.  Solo ella supo nadar entre las aguas insípidas de colores tristes que ahora inundaban el local y desembocaban en Corrientes. Y fue la única capaz de escapar de aquel instante del tiempo sin permitir que nadie lo notara, o bueno, quizás solo alguien, la única persona en el mundo que lo haría.
 
   Cuando salió se devolvió en la dirección contraria, en la de los antiruecuerdos y lugares comunes, y al cabo de minutos impensables recordó que la cara del encargado del locutorio se le hacia conocida. Sin éxito, después de dar diez vueltas a la redonda en el mismo sentido contrario, trató de volver a aquel locutorio trágico del viejo Palermo. Nunca lo encontró, como si no hubiera existido, o el calor de aquel sofocante verano se lo hubiera tragado.  No sabía si buscaba al locutorio o al encargado, de quien también recordó su voz sin quererlo y odiándolo un poco.

   Dicen que la gente se pierde en esa ciudad, y en esa esquina que parece avenida Córdoba pero no lo es. Que las ventanas no están cerradas y las puertas no están tan abiertas. Que el caribe es cualquier cajita de aire acondicionado y cualquier lona de carpa color verde pasto que protege el té de las cinco en el mirador de la furia. Dicen que Amaranta duro perdida varios meses, que sobrevivió con las Don Satur y que nunca pudo olvidar la cara de aquel encargado y que con orgullo, ahora cuenta la historia de ese día, como la historia del día en que en un vendaval mágico le robaron su hueso favorito de la cadera.

lunes, 5 de enero de 2015

Carta

Voy a pararme a esperar el sol venir mientras tu decides contestarme.
Voy a contestarte cuando las cataratas se acaben.
Voy a acabar con esto, con las tardes, con el verano. Mandaré todo al carajo Gus.
Mis rodillas no sanan y me derrito cada tarde en la pileta. Contemplo las cúpulas de estos malos aires con la mirada perdida, con la garganta atorada, con el recuerdo de el otro verano siguiente donde tampoco estarás.
Este año no fuimos al norte, discutimos mucho con mi mamá que no entiende mi necesidad. Yo a veces quiero y no quiero. Me da miedo, sabes?  Gus, a que sabes tú?  Tengo el recuerdo ido, te quiero cuando estás aquí, pero cada tren que pasa me deja sin palabras, salto entre minutos, tratando de desordenarlos y ordenarlos en sentido inverso para no extrañarte tanto.
Te ví una vez en Lima, te acuerdas? Fue lo más parecido al olvido. Tenías la preguntadera alborotada y yo no supe que decirte, nunca lo he sabido desde que dejé de comer tierra.
Me quería pintar la cara con mariposas, lo notaste?  Notás vos esas cosas tan lejos Gus?
La distancia es como el nylon, como la lycra, como todas esas mierdas del futuro que fueron y no son, que estiran, que achican, que contaminan, que embellecen pero entorpecen, y no se si sea el orden.
¿Recuerdas esa tarde en Costanera? Vimos al flaco volar, mientras yo maldecía el no poder encontrar los bananos amarillos de mi república podrida y tu seguías mirando el último crucero que vio Buenos Aires llegar. Yo solo te aguantaba Gus, sábelo.
El diario menciona que la temperatura aumentará dos grados, y yo digo, como si fuera tan fácil. Tu no eras ni siquiera de hielo, eras de piedra, de esa, de la amarilla y rojiza, era imposible contigo. Te hiciste nada en el parque.  Me hiciste parque en la nada.
No se en que año estamos, ni a cual iremos Gus. El gordo también se fue, nunca lo quise, o nunca pude decírselo. Ahora Cleo me enloquece y los trajes se pudren en la despensa.
Perdona lo poco, pero no puedo calcular cuánto tardará el tren en llegar con estas palabras, así que no me quiero cansar, porque de repente ya estás de vuelta y solucionas todo. Lo único que te advierto es que voy a saltar las cataratas y vos, vos no estarás ahí Gus.

Amaranta.
Macondo, 1915.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Como un estampido

Ese verano Amaranta decidió pasarla en la casa de playa de la familia.  Una casa grande, de ventanas inmensas y vientos revueltos, de serenatas de nubes, hamacas de lino y mecedoras de mimbre. Una casa ubicada en la esquina primera en el punto final, a la izquierda, al fondo y cuyo único problema era que la vista, aquel balcón colonial, no daba al mar, sino a la plaza de aquella revolución perdida.   Ahí se sentaba ella todas las mañanas, con su vestido de flores y su olor de perfume barato a tomar el sol, a esperar el fin del mundo y de vez en cuando a mirar al loco de turno.

La plaza pasaba generalmente desapercibida; las estatuas de los próceres ilustren hablaban entre sí de los trofeos de tantas guerras perdidas y los pocos que se aventuraban a pasar por ahí morían derretidos del calor de las 12 que se prolongaba por 24 horas. En una esquina, estaba la casa del nobel, quien solo salía los domingos a las tres en punto, por la puerta de atrás, se pegaba a las paredes y en puntillas pasaba hasta el camino al mar mientras cantaba vallenatos al revés y en inglés.  Todos sabían que el vivía allí, pero nunca lo vieron; incluso dudaban de que la casa fuera real.

Al otro costado, en posición contraria a la casa de Amaranta, estaba la casa de Ausencia Santander.  Allí iba cada tarde Florentino Ariza, como un ritual sagrado, sin explicaciones convincentes y siempre sin almorzar.  Ausencia lo esperaba sin ropa y sin pretensiones, sin angustias de su edad y sin candados a la vista. Era la única forma de esperar el regreso de su capitán de los siete mares del olvido.  

Pero esa tarde del eclipse solar, cuando todo oscureció y Sierva María pegó un grito desde el convento al otro lado de la ciudad, Florentino, ebrio de ron sabanero confundió el norte con el sur, y la derecha con la izquierda y solo le faltó confundir el arriba con el abajo y el dulce con la sal. Así que entró como un estampido por la puerta de aquella familia desconocida, y como si la conociera desde siempre, subió hasta el balcón mientras se desnudaba sin pudor, dejando un camino de regreso para la urgencia y se sorprendió cuando la vio en la mecedora y no en la hamaca dispuesta. Frenó en seco cuando descubrió su vestido de hippie. Caminó hasta ella y le increpó por su ausencia. La miró de frente y le preguntó a gritos donde había dejado a su Santander. La tomó de la mano para ver si era real y no de sal petrificada.  

Ella sin decir palabra solo sonrío y lo miró con lástima.  Y cuando el se sintió derrotado le explicó que había tardado cien años de soledad en llegar, que a ella se la habían comido las hormigas y que la verdadera ausencia era la de él, y que ni pretendiera que escribiendo telegramas en inglés, con i nada volvería a ser lo mismo.  Le explicó que lo conoció en otra vida y que ese instante, ese estampido absurdo en que se conocieron no eran dignos de este mundo absurdo.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Morir de amor

Esa noche, estrellada contra el mundo, oscura por dentro y en sus uñas la devolvió en el tiempo a una película inocente, a un volcán que nunca estalló, a una montaña rusa que nunca montó.  Pero estaba ahí, ausente de toda calle, revoltosa de cada frase, pendiente de cada niña bien, como odiándolas de repente, como en retroceso, como muchas horas en flota.  Estaba ahí y no se iba a ir.
Fue la última vez que se dejó ver, fue la primera vez que no quiso que la vieran. Nunca nada le coincidía en la vida y no iba a ser la excepción.  Se pusieron la misma camiseta, se citaron a las diez, llegaron a las nueve, se mataron a las ocho.
Fue con su vestido rojo, con su sombrero de paja, con sus abarcas obligadas. Con su andar envenenado. Sin ropa interior. Fumó pasada las seis, recordó las tres calaveras de Colón y la mariposa tatuada en su espalda. Soñó con el Londres a la que nunca la llevaron.   Había tomado la decisión diez años atrás, cuando la castigaron y la dejaron sin la feria y solo con el tango. Creció con ese bandoneón destartalado y oloroso a puerto perdido, a playa desnuda, a sal en sus brazos. Ella fue la primera que vio como Amaranta se comía las paredes; la primera que supo que las hormigas iban a acabar con el imperio, la primera que uso audífonos para transportarse, la última que leyó los cuentos prohibidos. 
Nunca retomó el tema en esos diez años y vivió a sus anchas, feliz e incongruente, asediada por flores y caballeros locos que llegaban al balcón imaginario cada noche y le cantaban vallenatos de moda, y que cada vez que ella salía a escucharlos le reclamaban por qué se había cortado el pelo. Aprendió el placer en la red, en los caminos a las playas más lejanas, en las noches en las que el sol no se acostaba.
Esa última noche a las siete y cincuenta, abrió su calendario de Nirvana, escribió al revés "Nada más queda" en aquel cuadrado del veinte y siete bisiesto y se sentó a esperarlo. Se sacó los ojos y se desconectó el corazón. Y solo cuando el llegó con un suspiro le dijo: "Benditos los surcos de dolores de aquellas calesitas que giraban sin parar aquella maldita noche en que decidiste cantarme con frases inconclusas. Malas horas para no dejarme montar en la montaña rusa. Te devuelvo tu cóctel, tu quizá, tu jamás.  Y me llevó sin querer el olvido que es de mi propiedad.  No me sigas, porque estaré.  No me tientes porque vendré.  No me llames porque cantaré."  El, sin hacer ningún gesto la escuchó en silencio, la agarró fuerte de la mano blanca y tibia y cuando ella terminó, cuando le iba a contestar, se derritió sin explicación alguna.  Cuentan, de aquel hombre al que nadie conoció que coleccionaba borradores de tablero que en su acta de defunción anotaron sin prisa: Murió de amor.