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lunes, 5 de enero de 2015

Carta

Voy a pararme a esperar el sol venir mientras tu decides contestarme.
Voy a contestarte cuando las cataratas se acaben.
Voy a acabar con esto, con las tardes, con el verano. Mandaré todo al carajo Gus.
Mis rodillas no sanan y me derrito cada tarde en la pileta. Contemplo las cúpulas de estos malos aires con la mirada perdida, con la garganta atorada, con el recuerdo de el otro verano siguiente donde tampoco estarás.
Este año no fuimos al norte, discutimos mucho con mi mamá que no entiende mi necesidad. Yo a veces quiero y no quiero. Me da miedo, sabes?  Gus, a que sabes tú?  Tengo el recuerdo ido, te quiero cuando estás aquí, pero cada tren que pasa me deja sin palabras, salto entre minutos, tratando de desordenarlos y ordenarlos en sentido inverso para no extrañarte tanto.
Te ví una vez en Lima, te acuerdas? Fue lo más parecido al olvido. Tenías la preguntadera alborotada y yo no supe que decirte, nunca lo he sabido desde que dejé de comer tierra.
Me quería pintar la cara con mariposas, lo notaste?  Notás vos esas cosas tan lejos Gus?
La distancia es como el nylon, como la lycra, como todas esas mierdas del futuro que fueron y no son, que estiran, que achican, que contaminan, que embellecen pero entorpecen, y no se si sea el orden.
¿Recuerdas esa tarde en Costanera? Vimos al flaco volar, mientras yo maldecía el no poder encontrar los bananos amarillos de mi república podrida y tu seguías mirando el último crucero que vio Buenos Aires llegar. Yo solo te aguantaba Gus, sábelo.
El diario menciona que la temperatura aumentará dos grados, y yo digo, como si fuera tan fácil. Tu no eras ni siquiera de hielo, eras de piedra, de esa, de la amarilla y rojiza, era imposible contigo. Te hiciste nada en el parque.  Me hiciste parque en la nada.
No se en que año estamos, ni a cual iremos Gus. El gordo también se fue, nunca lo quise, o nunca pude decírselo. Ahora Cleo me enloquece y los trajes se pudren en la despensa.
Perdona lo poco, pero no puedo calcular cuánto tardará el tren en llegar con estas palabras, así que no me quiero cansar, porque de repente ya estás de vuelta y solucionas todo. Lo único que te advierto es que voy a saltar las cataratas y vos, vos no estarás ahí Gus.

Amaranta.
Macondo, 1915.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Como un estampido

Ese verano Amaranta decidió pasarla en la casa de playa de la familia.  Una casa grande, de ventanas inmensas y vientos revueltos, de serenatas de nubes, hamacas de lino y mecedoras de mimbre. Una casa ubicada en la esquina primera en el punto final, a la izquierda, al fondo y cuyo único problema era que la vista, aquel balcón colonial, no daba al mar, sino a la plaza de aquella revolución perdida.   Ahí se sentaba ella todas las mañanas, con su vestido de flores y su olor de perfume barato a tomar el sol, a esperar el fin del mundo y de vez en cuando a mirar al loco de turno.

La plaza pasaba generalmente desapercibida; las estatuas de los próceres ilustren hablaban entre sí de los trofeos de tantas guerras perdidas y los pocos que se aventuraban a pasar por ahí morían derretidos del calor de las 12 que se prolongaba por 24 horas. En una esquina, estaba la casa del nobel, quien solo salía los domingos a las tres en punto, por la puerta de atrás, se pegaba a las paredes y en puntillas pasaba hasta el camino al mar mientras cantaba vallenatos al revés y en inglés.  Todos sabían que el vivía allí, pero nunca lo vieron; incluso dudaban de que la casa fuera real.

Al otro costado, en posición contraria a la casa de Amaranta, estaba la casa de Ausencia Santander.  Allí iba cada tarde Florentino Ariza, como un ritual sagrado, sin explicaciones convincentes y siempre sin almorzar.  Ausencia lo esperaba sin ropa y sin pretensiones, sin angustias de su edad y sin candados a la vista. Era la única forma de esperar el regreso de su capitán de los siete mares del olvido.  

Pero esa tarde del eclipse solar, cuando todo oscureció y Sierva María pegó un grito desde el convento al otro lado de la ciudad, Florentino, ebrio de ron sabanero confundió el norte con el sur, y la derecha con la izquierda y solo le faltó confundir el arriba con el abajo y el dulce con la sal. Así que entró como un estampido por la puerta de aquella familia desconocida, y como si la conociera desde siempre, subió hasta el balcón mientras se desnudaba sin pudor, dejando un camino de regreso para la urgencia y se sorprendió cuando la vio en la mecedora y no en la hamaca dispuesta. Frenó en seco cuando descubrió su vestido de hippie. Caminó hasta ella y le increpó por su ausencia. La miró de frente y le preguntó a gritos donde había dejado a su Santander. La tomó de la mano para ver si era real y no de sal petrificada.  

Ella sin decir palabra solo sonrío y lo miró con lástima.  Y cuando el se sintió derrotado le explicó que había tardado cien años de soledad en llegar, que a ella se la habían comido las hormigas y que la verdadera ausencia era la de él, y que ni pretendiera que escribiendo telegramas en inglés, con i nada volvería a ser lo mismo.  Le explicó que lo conoció en otra vida y que ese instante, ese estampido absurdo en que se conocieron no eran dignos de este mundo absurdo.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Morir de amor

Esa noche, estrellada contra el mundo, oscura por dentro y en sus uñas la devolvió en el tiempo a una película inocente, a un volcán que nunca estalló, a una montaña rusa que nunca montó.  Pero estaba ahí, ausente de toda calle, revoltosa de cada frase, pendiente de cada niña bien, como odiándolas de repente, como en retroceso, como muchas horas en flota.  Estaba ahí y no se iba a ir.
Fue la última vez que se dejó ver, fue la primera vez que no quiso que la vieran. Nunca nada le coincidía en la vida y no iba a ser la excepción.  Se pusieron la misma camiseta, se citaron a las diez, llegaron a las nueve, se mataron a las ocho.
Fue con su vestido rojo, con su sombrero de paja, con sus abarcas obligadas. Con su andar envenenado. Sin ropa interior. Fumó pasada las seis, recordó las tres calaveras de Colón y la mariposa tatuada en su espalda. Soñó con el Londres a la que nunca la llevaron.   Había tomado la decisión diez años atrás, cuando la castigaron y la dejaron sin la feria y solo con el tango. Creció con ese bandoneón destartalado y oloroso a puerto perdido, a playa desnuda, a sal en sus brazos. Ella fue la primera que vio como Amaranta se comía las paredes; la primera que supo que las hormigas iban a acabar con el imperio, la primera que uso audífonos para transportarse, la última que leyó los cuentos prohibidos. 
Nunca retomó el tema en esos diez años y vivió a sus anchas, feliz e incongruente, asediada por flores y caballeros locos que llegaban al balcón imaginario cada noche y le cantaban vallenatos de moda, y que cada vez que ella salía a escucharlos le reclamaban por qué se había cortado el pelo. Aprendió el placer en la red, en los caminos a las playas más lejanas, en las noches en las que el sol no se acostaba.
Esa última noche a las siete y cincuenta, abrió su calendario de Nirvana, escribió al revés "Nada más queda" en aquel cuadrado del veinte y siete bisiesto y se sentó a esperarlo. Se sacó los ojos y se desconectó el corazón. Y solo cuando el llegó con un suspiro le dijo: "Benditos los surcos de dolores de aquellas calesitas que giraban sin parar aquella maldita noche en que decidiste cantarme con frases inconclusas. Malas horas para no dejarme montar en la montaña rusa. Te devuelvo tu cóctel, tu quizá, tu jamás.  Y me llevó sin querer el olvido que es de mi propiedad.  No me sigas, porque estaré.  No me tientes porque vendré.  No me llames porque cantaré."  El, sin hacer ningún gesto la escuchó en silencio, la agarró fuerte de la mano blanca y tibia y cuando ella terminó, cuando le iba a contestar, se derritió sin explicación alguna.  Cuentan, de aquel hombre al que nadie conoció que coleccionaba borradores de tablero que en su acta de defunción anotaron sin prisa: Murió de amor.

domingo, 16 de noviembre de 2014

La noche del diez y del seis.

La lluvía se detuvo.
La cámara también.
Metrolínea frenó en seco.
El barrio de la universidad estalló en pucheros.
No había una protesta estudiantil.
No quedo filmado.
No hubo registro.
Parecía 1996, o el 2006.
Las partículas de polvo mágico como en Otoño.
El río empezó a fluir hacia atrás.
Las piedras contaron sus secretos.
La matemática hizo su efecto.
Nadie los vio.
Nadie los reconocería.
Ninguno existía.
Multiplicar, dividir, integrar, derivar.
Silicio.
Silencio.
Es como la e sin los tres elementos.
La montaña y la hamaca.
El cielo se convirtió en papel de dibujo.
La miopía.
Las cifras que no cuadran.
La música.
Escribir con calma.
Ese día trasladaron a Tunja de lugar.
A ellos de universo.
Y a todos los demas los descabezaron sin reproche alguno.
La noche del diez y del seis.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Variable

Decidió comprar 365 blusas iguales; todas blancas, de lino. Pensando en el calor de las diez y que el acto de vestirse y desvestirse no tardara demasiado tiempo en su agenda.
También compró 365 pantalones negros, 365 pares de zapatos, negros también. Quería garantizar un perfecto contraste, como estar entre el ayer y el futuro.
No usaba joyas, mucho menos anillos y su peinado iba era una sola cola, larga y ajustada con dos ganchos casuales, imperceptibles. Los aretes tampoco estaban en sus planes.
Se maquillaba solo con labial rojo y antes de cumplir su cita diaria iba a tomar un tinto sin azúcar en la panadería de la esquina.

Se despertaba a las cuatro, estaba listo a las cuatro y media. Tiempo suficiente para cantar en la ducha su canción favorita, destender la cama y tachar con una X en la pared el día del calendario.
A las cuatro y media salía de casa y daba tres vueltas al pueblo, contando, sin fallar, todas las ventanas azules.  Era solo una rutina, para esperar que abrieran la cafetería.  Las contaba sin mirar, pues había perfeccionado su acto de contarlas con la mente, pasando frente a ellas. Incluso sabía su forma, su tamaño. Y nunca nadie le enseño a tomar fotos ninja mentales.

La panadería la abrían a las siete.  Ella entraba y se sentaba de espalda al parque. Fijaba su mirada en el reloj y cada cinco minutos volteaba la mirada para ver si el hombre de madera aún estaba allí. Lo miraba con amor, con su mirada de piedra. Con su maldita sea.  La chica de la cafetería estaba acostumbrada, pero cada mañana faltando cinco para las siete, volteaba al señor de piedra, intentando alejarlo, protegiéndolo un poco. Nunca funcionaba.  La mirada de ella, parecía que lo movía.

Con el tinto sabía conversar. Se preguntaban cosas, se cuestionaban y sin quererlo planeaban el día. Era una amistad infinita, profunda y oscura.  Duraban quince minutos hablando.  Luego salía de la cafetería, doblaba a la izquierda y caminaba en línea recta hasta la esquina contraria. Miraba al balcón cerrado donde el libertador le escribió a Manuelita una carta de amor que nunca le envío, y terminó arrugando y botando por aquel balcón.  Dicen que la carta, aún sobrevuela el cañon del chicamocha.  Luego caminaba nueve pasos en dirección a la catedral, y sin pensarlo se sentaba en la banca de piedra amarilla, con la mirada perdida y la sonrisa congelada. Como burlándose del reloj.

No miraba a ninguna parte, pero se sabía la cara de todos los turistas que llegaban a aquel pueblo fantasioso. Se sabía cada una de las placas de los carros en los que venían. Y mientras ellos la miraban, como tratándole de preguntar si estaba perdida, o a quién esperaba, ella hacía operaciones matemáticas increíbles tratando de hallar la variable que la condujo sin querer a esa vida absoluta.

Así pasaba todo el resto del día, sin importar el calor, la lluvia, o si había o no había turistas. Si le tomaban fotos o si simplemente alguien del pueblo creía reconocerla.   Estaba hasta las nueve de la noche, justo cuando el sacristan bajaba de la catedral y en un gesto imperceptible para el resto del mundo le picaba el ojo y le deseaba las buenas noches.  Entonces ella regresaba, no sin antes pasar por el convento, donde a la luz del farol se desnuba y cuidadosamente doblaba la blusa blanca, el pantalón negro y los dejaba a la puerta, sobre los zapatos.   Luego, desnuda caminaba hasta su casa, tendía la cama y dormía hasta el otro día sin pensar en nada.

En el convento, siempre, antes de averiguar por el origen de aquellas donaciones, siempre agradecieron en silencio el gesto. Les servía para aumentar sus campañas sociales y su relación con los pobladores, sobre todo con los llegados de la capital.  En la cafetería nunca la interrogaron, y el sacristan nunca contó a nadie sus deseos...

Todo fue igual, hasta ese día, en que de una nave espacial bajaron dos seres extraños y citadinos. Montañeros, pero recorridos.   Y en una suerte de batalla campal, en un sueño de verano, empezaron a mirarla. El, sin dudarlo, dijo que ella no existía, que era un invento y que por lo tanto ellos también lo eran.  Ella un poco menos creyente, más tímida, lo contrarió y dijo que no era una historia interesante, y que asi fuera verdad o mentira era muy aburrido estar en un mismo lugar todo el día.
Fue la única vez que se levantó de la silla de piedra, que se sintió incomoda, dio vueltas en silencio tratando de continuar sus cálculos, evitando mirarlos de verdad.  Se controló y volvió a sentarse y a mirar el balcón. Sin embargo, quedó intranquila, y supo para siempre que el resto de mudas de ropa no le harían falta. Había hallado la variable que faltaba.

Cuando ellos se pusieron a tomar fotos, y a secarse el sudor en dirección a los hoteles de moda. Ella los siguió, los persiguió, como si fuera una sombra más, como un viento que refresca, como una pregunta que incomoda.  Entró con ellos a la panadería, y en secretó le hablo al hombre de madera al oído. Lo citó a las afueras del pueblo, justo antes de las tres. Justo antes de que ellos volvieran a pasar por aquel valle de bravura y colores verdes.

Cuentan entonces, que ella sale con esa misma muda de ropa, con esa mirada de piedra, en las fotos que le toman a aquel angel al lado del camino, que se le ve sonriente y que su mirada está dirigida al otro lado de la carretera, donde en un taller de piedra, el la mira desconsolado, le dice te quiero de madrugada y de vez en cuando le tira picos en el aire que llegan a ella gracias a los vientos de un agosto eterno.   Cuentan también que la señora que está en el parque, todos los días en el mismo sitio y a todas horas, solo es una monjita que se volvió loca y que está ahí solo esperando que el sacristan ahora le pare bolas a ella.  Y que el hombre de madera de la panadería, es de mentiras, y cuyo único objetivo es engañar a turistas que de vez en cuando escriben bobadas.